Para dar la bienvenida en este nuevo curso 2017-2018, además de los textos que leeremos en clase, os dejo en el blog este artículo de Juan José Millas, «Las palabras de nuestra vida», recogido en la siempre interesante página de
Fundéu. Es todo el artículo un hermoso canto a los diccionarios y las palabras que contienen, porque todos los seres humanos estamos hechos de palabras. Espero que os guste la particular manera en que el autor nos muestra la mirada que proyecta sobre las palabras y su vivencia al lado de los diccionarios, esos «espejos» que ayudan a comprender el mundo y a conocernos mejor.
LAS PALABRAS
DE NUESTRA VIDA
Resulta difícil imaginar un
artefacto más ingenioso, útil, divertido y loco que un diccionario.
Toda la realidad está
contenida en él porque toda la realidad está hecha de palabras. Nosotros
también estamos hechos de palabras. Si formamos parte de una red familiar o
social es porque existen palabras como hermano, padre, madre, hijo, abuelo,
amigo, compañero, empleado, profesor, alumno, policía, alcalde, barrendero…
Escuchamos las primeras
palabras de nuestra vida antes incluso de recibir el primer alimento, pues son
tan necesarias para nuestro desarrollo como la leche materna. Por eso sabemos
que hay palabras imposibles de tragar, como un jarabe amargo, y palabras que se
saborean como un dulce. Sabemos que hay palabras pájaro y palabras rata;
palabras gusano y palabras mariposa; palabras crudas y palabras cocidas;
palabras rojas o negras y palabras amarillas o cárdenas. Hay palabras que
duermen y palabras que provocan insomnio; palabras que tranquilizan y palabras
que dan miedo.
Hay palabras que matan. Las
palabras están hechas para significar, lo mismo que el destornillador está
hecho para desatornillar, pero lo cierto es que a veces utilizamos el
destornillador para lo que no es: para hurgar en un agujero, por ejemplo, o
para destapar un bote, o para herir a alguien. Las palabras nombran, desde
luego, aunque hieren también y hurgan y destapan. Las palabras nos hacen, pero
también nos deshacen.
La palabra es en cierto modo
un órgano de la visión. Cuando vamos al campo, si somos muy ignorantes en
asuntos de la naturaleza, sólo vemos árboles. Pero cuando nos acompaña un
entendido, vemos, además de árboles, sauces, pinos, enebros, olmos, chopos,
abedules, nogales, castaños, etcétera. Un mundo sin palabras no nos volvería
mudos, sino ciegos; sería un mundo opaco, turbio, oscuro, un mundo gris,
sombrío, envuelto en una niebla permanente. Cada vez que desaparece una
palabra, como cada vez que desaparece una especie animal, la realidad se
empobrece, se encoge, se arruga, se avejenta. Por el contrario, cada vez que
conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía,
nuestra capacidad intelectual se multiplica.
Pese a la modestia del
primer diccionario que tuve entre mis manos (uno muy básico, de carácter
escolar), recuerdo perfectamente la emoción con la que lo abrí y me adentré en
aquella especie de parque zoológico de las palabras. Las primeras que busqué
fueron, lógicamente, las prohibidas, para ver qué aspecto o qué costumbres
tenían, como el niño que en el zoológico busca las jaulas de los animales más
raros o exóticos o quizá más crueles. Una vez saciada esa curiosidad, caí
rendido ante el misterio de las palabras de cada día. Me fascinaba aquella
vocación por decir algo, por significar. A menudo, yo mismo ensayaba
definiciones que luego comparaba con las del diccionario, asombrándome ante la
precisión de bisturí de aquellas entradas. No se podía decir más ni mejor en
menos espacio. Me maravillaba también la invención del orden alfabético, sin
duda el más arbitrario de los imaginados por el ser humano y sin embargo el más
universalmente aceptado. Al contrario del resto de los órdenes, no se sabe de
nadie que haya intentado cambiarlo o subvertirlo.
En el diccionario están
todas las palabras de nuestra vida y de la vida de los otros. Abrir un
diccionario es en cierto modo como abrir un espejo. Toda la realidad conocida
(y por conocer para el lector) está reflejada en él. Al abrirlo vemos cada una
de nuestras partes, incluso aquellas de las que no teníamos conciencia. El
diccionario nos ayuda a usarlas como el espejo nos ayuda a asearnos, a
conocernos. Pero las palabras tienen, hasta que las leemos, una característica:
la de carecer de alma. Somos nosotros, sus lectores, los hablantes, quienes les
insuflamos el espíritu. De la palabra escalera, por ejemplo, se puede
decir que nombra una serie de peldaños ideada para salvar un desnivel. Pero esa
definición no expresa el miedo que nos producen las escaleras que van al sótano
o la alegría que nos proporcionan las que conducen a la azotea; el miedo o la
alegría (el alma) la ponemos nosotros. De la palabra oscuridad se puede
predicar que alude a una falta de luz. Pero eso nada dice del temblor que nos
producía la oscuridad en la infancia (el temblor, de nuevo, lo ponemos
nosotros).
Las palabras tienen un
significado oficial (el que da el diccionario) y otro personal (el nuestro). La
suma de ambos hace que un término, además de cuerpo, tenga alma. Por eso se
habla del espíritu o de la letra de las leyes. Cada vez que abrimos un
diccionario y leemos una de sus entradas estamos insuflando vida a una palabra,
es decir, nos estamos explicando el mundo.
Resulta difícil imaginar un
tesoro más grande que el compuesto por el María Moliner, el Coromines
o el Larousse, además del Oxford y el de sinónimos y antónimos.
No es que ese conjunto fuera perfecto para llevárselo a una isla. Es que él es
en sí mismo una isla. Una isla de significado, es decir, una isla de sentido.