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Miguel Delibes (segundo por la izquierda) 
en el día que leyó su discurso de ingreso en la RAE | 
Miguel Delibes fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1973 y tomó posesión de la silla 
e en 1975 con la lectura de su discurso titulado 
"El sentido del progreso desde mi obra". En este discurso apreciamos la actitud del intelectual comprometido y sensible que siempre mantuvo en su obra literaria y vemos cómo desde muy temprano sintonizó con las ideas que alertaban acerca de los riesgos que entrañaba un desarrollismo económico y tecnológico sin  control ninguno.
 
En la primera parte de ese discurso, titulada "Mi credo", expone claramente la visión crítica de la realidad que sostiene en sus novelas, desde "El camino" (1950) hasta "Parábola de un náufrago" (1969) y que será la base de su posterior producción. Delibes defiende una vuelta a la Naturaleza y rechaza la vida cada vez más mecanizada y artificial. Desdeña a quienes tildan su actitud de reaccionaria y reivindica por encima de todo los valores humanistas y la necesidad de encontrar el punto de armonía con la Naturaleza.
MI CREDO
Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, 
                Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria 
                de la pequeña villa para integrarse en el rebaño 
                de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían 
                admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse 
                en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente 
                irracional. 
Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso 
                y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más 
                acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, 
                donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia 
                de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre 
                sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de 
                campo de experiencias a la química y la mecánica, 
                se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula 
                venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, 
                inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares 
                -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos 
                hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, 
                según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo 
                y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que 
                hasta hoy han prevalecido. 
De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en 
                un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria 
                se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, 
                propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, 
                con lo que día llegará en que la Naturaleza sea 
                sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa 
                de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. 
                Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa 
                que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes 
                la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. 
                Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas 
                comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países 
                evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» 
                y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente 
                sin incurrir en sus errores de base. 
Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, 
                someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. 
                De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada 
                por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia 
                veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería 
                un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían 
                de existir países imperialistas y países explotados. 
                Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza 
                y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios 
                orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción 
                de una manera racional y ordenada. 
Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten 
                atisbos en los países mejor organizados, imprimirían 
                a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían 
                una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje 
                de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente 
                humanos. 
Esto es, quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir 
                mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi pequeño 
                héroe, se resistía a integrarse a una sociedad despersonalizada, 
                pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad 
                irrisoria. Y esta intuición, cuyos principios, auténticamente 
                revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable 
                de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas 
                a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco 
                lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero 
                progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, 
                ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar 
                necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener 
                a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras 
                los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar 
                la utilización de la técnica, facilitar el acceso 
                de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, 
                hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en 
                un plano de concordia. 
He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando 
                desde hace muchos años. Pero, a la vista de estos postulados, 
                ¿es serio afirmar que la actual orientación del 
                progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, 
                es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar 
                si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso 
                en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica 
                lo que se sacrifica. 
El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización 
                político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: 
                la explotación del hombre por el hombre o la anulación 
                del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado 
                un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 
                1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. 
                A pesar de nuestros avances de todo orden en política, 
                la experimentación constituye un privilegio más 
                de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, 
                nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. 
                El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa 
                del entorno. 
La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de 
                aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura 
                e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas 
                de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. 
                Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares 
                condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto 
                tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque 
                en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez 
                que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura 
                general de la nave para refinar sus propios compartimientos? 
He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto 
                suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de 
                aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no 
                sería progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios 
                para evitarlo? 
El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue 
                un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende 
                del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, 
                ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el 
                progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, 
                una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección 
                torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto 
                a ese progreso. 
Así, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso 
                para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso 
                estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me 
                refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso 
                las sociedades llamadas civilizadas.