miércoles, 1 de mayo de 2024

UNA LECTURA IMAGINATIVA DEL "QUIJOTE" POR PAUL AUSTER

Hoy también puede ser un buen día para recordar la admiración de Paul Auster por Miguel de Cervantes y su Don Quijote de la Mancha. Sabemos que el autor norteamericano  elogió muchas veces al autor español y sabemos también que su obra pertenece a la estirpe cervantina, por la naturaleza de sus héroes y por el empleo de sus técnicas literarias. 

En la obra cervantina está en germen todo lo que la ficción narrativa ha desarrollado posteriormente y Auster lo recrea en sus novelas magistralmente: los límites entre realidad y ficción, la relación entre lectura y escritura, el juego entre autor y narrador, la interpolación de una historia en otra, la ironía y la parodia como recursos narrativos,...   Incluso en varias de sus novelas  hace referencia a la obra de Cervantes. Por ejemplo, en la cervantina La ciudad de cristal, en su capítulo 10, se recoge esta lectura imaginativa de Don Quijote que cuenta el personaje Auster al protagonista Quinn, un moderno héroe caballeresco.

[…] Había pan y mantequilla, más cerveza, cuchillos y tenedores, sal y pimienta, servilletas y tortillas, dos, rezumando en unos platos blancos. Quinn comió con descarada voracidad, devorando la comida en lo que parecía cuestión de segundos. Después hizo un gran esfuerzo para calmarse. Las lágrimas acechaban misteriosamente detrás de sus ojos y su voz temblaba al hablar, pero de alguna manera consiguió dominarse. Para demostrar que no era un ingrato egocéntrico, empezó a preguntarle a Auster por su trabajo. Auster se mostró algo reticente, pero al fin reconoció que estaba trabajando en un libro de artículos.El que estaba escribiendo en aquel momento versaba sobre Don Quijote.

—Uno de mis libros favoritos —dijo Quinn.

—Sí, mío también. No hay nada comparable.

Quinn le preguntó por el ensayo.

—Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.

—¿Cuál es su tesis?

—Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.

—¿Hay alguna duda?

—Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.

—Ah.

—Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano y después se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera puede garantizar la exactitud de la traducción.

—Y sin embargo luego dice —añadió Quinn— que la de Cide Hamete Benengeli es la única versión auténtica de la historia de don Quijote. Todas las otras versiones son fraudes, escritas por impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.

—Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque a los peligros de la simulación. No podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso, ¿verdad? Tenía que afirmar que era real.

—Sin embargo, siempre he sospechado que Cervantes devoraba aquellos viejos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de ti lo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?

—Precisamente.

—En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es real, de ello se deduce que la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren.

Pero Cid Hamete, el autor reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar presente cuando los sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta: ¿quién es Cide Hamete Benengeli?

—Sí, ya veo adonde quiere ir a parar.

—La teoría que planteo en el artículo es que en realidad es una combinación de cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningún otro candidato, ya que es el único que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no sabe leer ni escribir. Por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte, sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios despropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Me parece perfectamente posible que le dictara la historia a otra persona, es decir, al barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote. Ellos pusieron la historia en correcta forma literaria, en castellano, y luego le entregaron el manuscrito a Simón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro, Don Quijote de la Mancha.

—Pero ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas molestias? —Curar a don Quijote de su locura. Querían salvar a su amigo. Recuerde que al principio queman sus libros de caballería, pero eso no da resultado. El Caballero de la Triste Figura no renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro, todos salen a buscarle con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de Caballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al final lo consiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejo delante de la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículos delirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el libro viera lo erróneo de su conducta.

—Me gusta.

—Sí. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista existe. ¿Y quién podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien don Quijote ha elegido para ese propósito? De la misma manera, eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que les había destinado. Fue don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores, probablemente fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo. Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia del propio don Quijote. Tiene una gran belleza.

—Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote desorganizaría su vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.

—Ésa es la parte más interesante de todas. En mi opinión, don Quijote estaba realizando un experimento. Quería poner a prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos de viento eran caballeros, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad? ¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La respuesta es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.

Auster se recostó en el sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba la naturaleza precisa de aquel placer. Parecía una especie de risa muda, un chiste que no llegaba a su culminación, un regocijo sin objetivo. Quinn estaba a punto de decir algo en respuesta a la teoría de Auster, pero no tuvo ocasión. Justo cuando abrió la boca para hablar fue interrumpido por un entrechocar de llaves en la puerta principal, el sonido de la puerta al abrirse y luego cerrarse de golpe y una algarabía de voces. La cara de Auster se animó al oírlas. Se levantó de su asiento, se disculpó con Quinn y fue rápidamente hacia la puerta.

EN RECUERDO DE PAUL AUSTER

Ayer murió Paul Auster, uno de los grandes novelistas de los últimos cuarenta años. Esta entrada quiere rendir homenaje al escritor que nos ha acompañado durante muchas horas de lectura y que, sin duda, siempre nos ha hecho disfrutar por su enorme talento a la hora de narrar y crear historias y nos ha invitado a reflexionar sobre esas cuestiones vitales y existenciales que siempre nos preocupan a los humanos (la amistad, el amor, la soledad, el azar, el miedo o la locura). 

Cualquiera de los comienzos de sus novelas podría ser una estupenda invitación a la lectura de este autor estadounidense. Desde La invención de la soledad, la primera,  a Baumgartner, la última, pasando por El libro de las ilusiones o Leviatán o El palacio de la luna o 4, 3, 2, 1, cualquiera atrapa al lector en un mundo del que ya no puedes salir igual que has entrado. 

He elegido las primeras páginas de Ciudad de cristal, novela de su Trilogía de Nueva York, porque plasman a la perfección muchas de esas constantes temáticas y estilísticas del autor. Para los lectores del blog, muchos de ellos muy jóvenes, puede ser una magnífica forma de entrar en ese personal mundo de Auster.

        

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.

         En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.

         Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.

         En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.

         Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.

         Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.

domingo, 28 de abril de 2024

SEMBLANZA DE FRANCISCO RICO POR LÁZARO CARRETER

El fallecimiento del maestro Francisco Rico deja huérfanos a quienes hemos estudiado sus obras que alimentaron siempre nuestro deseo de saber más. Como homenaje, rescato esta semblanza suya, escrita por otro maestro de la filología, Fernando Lázaro Carreter, en 1998, con ocasión de la entrega del Premio de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo a Francisco Rico.


FRANCISCO RICO

Era costumbre del orador sacro antiguo, es decir, en mi juventud, tras encaramarse solemnemente al púlpito en las grandes fiestas de los santos, pedir a los fieles que orasen por su intención mientras él se minimizaba con devoto recogimiento para implorar del cielo doctrina y elocuencia ajustadas al mérito insigne, heroico tal vez, del bienaventurado cuya alabanza tocaba aquel día.

Como no soy predicador, ni es litúrgico este trance, será innecesario que me recoja para laudar, pues traigo escrito el encomio, y no son precisos grandes esfuerzos para cumplir con el objeto que nos reúne. Como decía del vino don Lope de Sosa, «Esto, Inés, ello se alaba; / no es menester alaballo». Y es que, don Francisco Rico -pues ese es su nombre en ceremonias como la presente- ha recibido esa bendición de Dios, consistente, según define el Brutus ciceroniano, en «sapientiae laude perfrui», esto es, en gozar ininterrumpidamente de la estima concedida a su saber. Desde que, recién bachiller, con su entendimiento de poesía y de poetas, asombraba en su Barcelona natal, como niño entre doctores, a gentes tan reacias al asombro como Gabriel Ferrater, Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma. Ya entonces, sus maestros Riquer y Blecua proclamaban, llenos de gozo, urbi et orbi, que estaban incubando un filólogo de gran magnitud. Por eso, puede afirmarse a lo Cicerón que siempre le ha acompañado el crédito concedido al mucho saber. Y este crédito llaga a reconocérselo hoy el premio más apreciado por los filólogos, el Menéndez Pelayo, que pone un orla de honor a una obra madura, aún joven y ya enorme. Aún joven, digo; creo que no dejará nunca de serlo: los trabajos de Rico rezuman la energía, la vitalidad, el desenfado, la capacidad provocadora a veces que tenían a sus veinte años, y de él mismo emana una jovialidad casi adolescente; me he asombrado cuando, para pensar estas palabras, caigo en la cuenta de sus 56 años; se le notan sólo en que los proyectos que acomete han progresado en ambición, y en que la seguridad casi insolente de la mocedad se le ha ido enriqueciendo con un templado escepticismo, el cual, éste sí, ha de atravesar muchos calendarios para arraigar.

A veces, los galardones, vistos desde fuera y hasta desde dentro, parecen desatinados por desajuste entre el premio y el o lo premiado. Por el contrario, hay casos claros como el de hoy, en que la honra se ajusta como un guante a quien la recibe. José Manuel Blecua padre y yo mismo lo sabíamos al proponerlo; y el Jurado confirmó que no andábamos errados al votar unánime en favor de tal propuesta.

Francisco Rico excava y sobrevuela por el mismo territorio que don Marcelino excavó y sobrevoló: las letras españolas y aliquando románicas, y el pensamiento estético y humanístico. Además de trabajar muy bien, lo hace con una intensidad parecida a la del maestro montañés y, al igual que él, esto es importante, sin perder de vista el mundo. Cada uno a su modo y en su tiempo, pero es seguro que, de haber coincidido en cualquier época, ambos hubieran hecho muy sabrosas migas.

No es oportuna la ocasión para desmenuzar ahora la ingente tarea investigadora del profesor Rico: ni tendría yo tiempo ni ustedes ánimo para entrar en el pormenor de lo que saben de sobra. Pero el panegírico es imposible si no se funda en razones; por tanto, aunque sea al por mayor, hay que darlas.

Lo primero que se me aparece en una ojeada somera de tal tarea, quizá por importancia objetiva y, también por razones particulares de gratitud, son sus estudios sobre Petrarca, culminados, por ahora, en su magno libro Vida u obra de Petrarca, publicado en Padua en 1976, el cual fue precedido de varios artículos que le habían granjeado ya el aprecio internacional como gran petrarquista; estudios posteriores lo han acrecentado. Resalto este hecho en el quehacer de Rico: casi no hay nombres españoles entre los exploradores importantes de letras extranjeras; menos aún, en torno a la obra latina del genio de Arezzo, que, cuando parecía elucidado hasta en recovecos microscópicos por exegetas infinitos, aparece un entonces jovencísimo castellanobarcelonés a desmantelar muchas creencias acerca de su vivir y escribir, mal relacionados hasta entonces en el Secretum., por designio del propio Petrarca. El efecto del libro fue fulminante y se convirtió en referencia obligada para todos los estudios sobre humanismo. Esa familiaridad, no sólo con las obras latinas, sino con el Canzoniere, le permitió hacer un descubrimiento de interés para nuestras letras: el gran poemario italiano, que fundaba el sentir poético moderno en toda Europa, había influido en poetas castellanos anteriores a Garcilaso. Creíamos hasta entonces que no.

Pero antes que ese volumen decisivo, nuestro galardonado había dado a luz otros muy importantes. En 1970 -nótese: cuando tenía 28 años- aparecía una obra que sorprendió por el acopio de erudición y por su inteligente beneficio; era El pequeño mundo del hombre, en el que perseguía, desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, la pervivencia española del tópico griego según el cual el hombre es un microcosmos, un pequeño orbe inserto en otro que escapa a su gobierno.

Y antes aún, Rico tenía 24 años, había dado a la imprenta el primer tomo de la obra que, según su proyecto iba a recoger las principales novelas picarescas; comprendía las dos fundadoras, el Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache, precedidas de una extensa y espléndida introducción, casi un libro, de 185 páginas, más los cientos de notas que esclarecen los textos. Era la primera entrada seria de don Francisco en la liza movediza del género picaresco. Y constituía un espectáculo notable la familiaridad de aquel mozalbete con páginas tan difíciles de intención y hasta de sentido literal, con su tiempo dentro, es decir, una cultura y una historia tan remotas y complejas.

La novela picaresca es fascinante para la crítica, por tratarse de un territorio con principio y fin bien establecidos, y con un número abarcable de obras. En ningún otro, al menos en nuestra literatura, es posible disponer de un material más manejable y seguro para examinar el vivir de un género. Es un rico panal, que atrae, por desgracia, a más moscas que abejas. Rico ha seguido laborando fecundamente, y creando una doctrina en libros sugestivos, como La novela picaresca y el punto de vista, de 1970, muy ampliado en 1986, donde examina, entre otras cuestiones, la conversión del pícaro activo en reflexivo autor; o Problemas del Lazarillo, de 1988, novela ésta de la cual ha publicado un texto, varias veces reeditado, y que la ilustra, aunque pareciera imposible, mejor que su propia edición de 1966; hoy es el texto canónico del famoso anónimo.

Entre mis lecturas preferidas de Rico, he tenido, desde que apareció, en 1990, su libro Breve biblioteca de autores españoles, con un título poco orientador, aunque fundado en que son los prólogos escritos para una colección de clásicos, doce en total, aparecida en el Círculo de Lectores. En esta docena de pequeñas joyas, el crítico, aunque ajustado al canon, esto es, el Cid, Rojas, Cervantes, Quevedo, Lope, Calderón, etc., se sale de las opiniones canónicas para afrontar con rigor y libertad, o, si se quiere, con libertad rigurosa, los textos centrales de la literatura pretérita. Y he aquí un nexo que sitúa a nuestro amigo en la herencia de don Marcelino; hay muchos, pero este es particularmente notable: el anhelo de ver o de hacer ver panorámicamente. Es minucioso Rico para los detalles, pero alza los ojos con frecuencia para mirar en anchura. Cuando el tajo es excesivo, compromete a los demás, editores incluidos, para alumbrar textos solventes o difundir doctrina histórica o crítica. Y ahí está la formidable Biblioteca Clásica que se está publicando gobernada por él. O la inapreciable Historia y crítica de la literatura española, que ha puesto al alcance del público lector muchos estudios modernos confinados en revistas especializadas, recónditas a veces. O sus colecciones «Filología» o «Letras e Ideas», abiertas al hispanismo más riguroso. Ese afán totalizador lo empuja a sobrepasar en todo. ¿Publicó don Marcelino las cien mejores poesías españolas? Pues ahí va su antología Mil años de poesía española, de 1996, que tiene casi seiscientas, y no sólo castellanas, sino mozárabes, gallegas, catalanas y vascas. Su ideal, como de seguro, lo fue el de don Marcelino, sería un mundo literarizado. Se parece al de Roland Barthes, el cual, cuando le preguntaron qué había de estudiarse en el Bachillerato; contestó: «Pero ¿es que se puede estudiar otra cosa además de literatura?». Rico se diferencia de Barthes en muchas cosas, ya lo sé y ustedes seguramente también, pero sobre todo en que él, y contaría con mi apoyo, extendería la literatura a mucho más que el Bachillerato, incluso a las Facultades de Letras.

La disciplina con que se vinculó como catedrático a la Universidad fue la historia de las Literaturas Hispánicas Medievales, y a ellas ha consagrado estudios de notable alcance, en especial en las áreas catalana y castellana. De entre todos ellos, destaco los dedicados al Rey Sabio y, sobre todo, los fundamentales artículos publicados en 1983 y 1985, con el título de «La clerecía del mester», en que este oficio de poetas, un misterioso ente flotante en la Edad Media con su distante y nueva maestría, queda anclado en la latinidad de los scolares clerici de entre los siglos XII y XIII, con muchas de sus peculiaridades poéticas latinas, pero ya inclinados al romance.

Y otras muchas, muchas hazañas intelectuales debemos a Francisco Rico que no puedo ya referir. Pero sería culpable la omisión de El caballero de Olmedo editado por él, y que es, con el ya citado Lazarillo, dechado de lo que deben ser los clásicos elucidados. Y pecaría si callara otro gran título de nuestro autor: Nebrija frente a los bárbaros, que apunta a lo que será otro de sus estudios fundamentales sobre el amanecer renacentista español.

Estoy acabando, y no me he referido aún al Quijote, a la edición del Quijote, que, en los últimos meses, ha concentrado sobre el editor toda la atención del público culto y de los medios de comunicación. Creo que pocas veces un esfuerzo filológico ha despertado tanto interés (tal vez los de Menéndez Pelayo). He hablado y he escrito ya bastante sobre él, y no voy a hacerlo aquí. Me contentaré con ponerlo como ejemplo de ese afán totalizador de Rico -todo el Quijote, todo lo que se sabe sobre el Quijote, casi todo lo que de importante se ha escrito sobre el Quijote- , en dos volúmenes compactos. Aunando muchas decenas de voluntades y de talentos, y aportando él su voluntad y su talento, nos ha dado, antes de que se acabara el siglo XX, y digna de él, una edición del memorable texto cervantino.

Francisco Rico es un gran filólogo, en la línea más avanzada de esta ciencia en el mundo. Trabaja en el surco que abrió para todos Menéndez Pelayo; y ha ahondado en él a la vez que avanzaba descubriendo vetas nuevas de nuestra literatura, de nuestra cultura. El premio universitario dotado por el prócer santanderino don Eulalio Ferrer no podía ir a mejores manos. Premio y premiado se honran mutuamente. Y yo, que soy devoto de don Marcelino, que cuento a Paco y a Eulalio entre mis amigos fundamentales, y que tengo un enlace indisoluble con esta Universidad, doy las gracias a su Rector por haberme invitado a oficiar hoy, permitiéndome proclamar mi alegría por este galardón tan justo. Si la confieso es porque -estoy seguro- todos ustedes la comparten.

lunes, 15 de abril de 2024

POÉTICA DE OLVIDO GARCÍA VALDÉS

Como hemos hecho muchas veces en el blog con los poetas, en esta entrada dejamos hablar a Olvido García Valdés acerca de su poesía, para tratar de comprender mejor sus creaciones. Estas notas poéticas están tomadas de una antología de sus poemas escritos entre 1982 y 2012, cuya edición en Cátedra corre a cargo de Vicente Luis Mora y Miguel Ángel Lama, y que termina con una selección de textos interesantísimos de la autora en los que reflexiona sobre la escritura y nos desvela algunas de sus claves literarias.

ESCRIBIR, 1

Escribir notas de poética solo sirve para señalar en qué dirección miramos cuando hablamos de poesía. No remite, pues, a los propios textos -que, además, en parte desconocemos por exceso de proximidad-, sino que querría discernir en esas palabras que nos han asombrado o conmovido y que, en prosa o en verso, llamamos poemas (así, por ejemplo, me parecen poemas muchas de las anotaciones del Diario de Katherine Mansfield, y en especial las que corresponden al último año, 1922. Son la necesidad de esa escritura y una rara transparencia las que dan a los textos su naturaleza cristalina e hiriente, a la que solo se llega por despojamiento, por tener que mirar cara a cara los días que se van, disfrutarlos, saborearlos sabiendo que ese pájaro, esa taza de té, esa luz se deslizan hacia lo último. Pues quizá distingue al poema cierta actitud en la escritura, quizá tiene que ver menos con verso o con ritmo e imágenes que con cierta actitud respecto a la escritura, que lo origina; y al efecto de esa actitud quizá pueda llamársele tono).

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El poema es siempre retrospectivo, pero la dilatación lírica se adhiere a la respiración; el pensamiento del poema no procede por análisis sino condensándose, condensándose en asociaciones, en ritmos y montaje. Se trata de un pensamiento perceptivo, intuitivo y lacónico, sensorial.

Algunas prácticas, trabajo de taller: 1) suprimir: suprimir imágenes o nexos innecesarios, decir lo menos posible: con frecuencia la fuerza de un poema no está en lo que dice, sino en lo que calla y que lo alimenta (en las máscaras de algunas tribus de Mali, cuanto más peligrosa es la más- cara, más pequeña es la boca); 2) ahondar en lo rítmico, buscar que se resuelva en lo de verdad respiratorio; 3) vigilar contra los hallazgos, contra lo redondo, contra lo agradecido y esperable.

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El ritmo viene. El ritmo viene con la imagen, fluye; pero se entrecorta o vira en la sintaxis. O lo que es lo mismo: el ritmo no es de la medida, sino de los latidos y la respiración, de la aspereza y el titubeo, de la levedad y la fatiga. El ritmo viene en el poema, con viento en contra y corrientes a favor. El poema va siguiéndolo, ganándoselo.

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La visión que cada poeta tiene del mundo toma como base pulsiones de la infancia; las imágenes o motivos que esas pulsiones van ocupando varían con el tiempo; el ritmo de esa variación semeja una espiral. El arte lo sabe todo del cuerpo del artista, por eso algunos poemas dicen cosas que quien los escribió tal vez no sabía.

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Uno de los móviles de la poesía arraiga en lo amoroso, pero otro tiene su raíz en la violencia, en alguna clase de rabia o intemperancia. Ambos orígenes son manifiestos en Gottfried Benn o Luis Cernuda; también lo son en Rosalía de Castro o Emily Dickinson o César Vallejo. Ambas raíces alimentan lo político.

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El poema, como el paisaje, es lugar donde se nos permite hablar con los muertos; también donde se nos permite sentir el dolor. Ambos se traman de duración, el tiempo ensimismado en la contemplación de la cosa perdida. Así caracterizaba Benjamin el luto.

(En qué consiste la emoción nos lo muestra a veces la falta de emoción. Cuando al oír o leer una frase sentimos que le falta emoción, percibimos que esa ausencia tiene que ver con algo del tiempo; la falta de emoción va unida a alguna falla o excesiva claridad en el sentimiento del tiempo; como si la muerte no hubiera imprimido su huella.)

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Hay una poesía que se podría llamar acumulativa, que ornamenta y ramifica y expande; hay otra que busca más bien mecanismos de intensificación. Si todo arte de decir es un arte retórico, enfermedad por enfermedad -pues la poética es lengua con enfermedad reflexiva- prefiero la anorexia. «... quienes / pasan mucho tiempo solos -constata Djuna Barnes- / terminan teniendo un oído muy fino». Amo, sin embargo, los poderes de la descripción, el poder poético, por ejemplo, de la prosa de los naturalistas antiguos.

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Como las raíces de la infancia, en el origen del poema cuenta la variable de género. Ser mujeres, no hombres, conlleva una historia y una tradición específicas. Recluidas en una muy acotada parcela en la transmisión de saberes, esto ha condicionado el modo de relacionarnos con nosotras mismas y con el mundo. Aún no hemos salido de ahí. Lo conseguido hasta ahora, que no es poco, vista la situación en conjunto, resulta casi irrisorio. La conciencia genérica atraviesa la conciencia individual, y no a la inversa.

Lo cual no impide que un poeta, una poeta sea siempre un animal solitario. Quizá todos sus rasgos deban sintetizarse en ese de la singularidad. Y es, sin embargo, un animal solitario que encuentra su sustento y la posibilidad misma de su existencia en el diálogo que mantiene con otros que han sido, que son como él.

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Este diálogo, me parece, no acepta límites entre los géneros ni entre las artes. A la poesía le aportó tanto la narrativa del siglo (Katherine Mansfield, Juan Rulfo, Franz Kafka, Robert Walser...) como la propia poesía. O la pintura: no solo las imágenes que acompañan, evidente o subterráneamente familiares o afines, sino lo que algunos nombres de la pintura suponen de problematización y apertura de los modos del oficio: la abstracción, la supresión de marcos compositivos esperables, la fragmentación o amputación frente a la contextualización convenida, la extrema intensificación y las formas en que se consigue (Gorky, Luis Fernández), la presencia de lo morboso junto a lo conceptual o nihilista (Malevich), la dosificación de lo secamente conceptual y de lo húmeda o humoralmente corporal: los humores del cuerpo, y el recorte, el tacto de la vista o pensamiento (Klee)...

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Un poema no viene de la mano de la voluntad o la consciencia, se toma su tiempo, espera, aparece o no aparece, fluye a través de lo periférico, lo periférico conforma lo central. En esa fase, el trabajo es subterráneo, algo de lo inconsciente o lo preconsciente cuaja y ello ocurre no cuando uno quiere sino cuando ello quiere. Por ejemplo, durante mucho tiempo supe que para caza nocturna me faltaba un poema que respondiese a lo que yo llamaba pastoral (Pastoral era también el título de un cuadro de Arshile Gorky); ese poema tenía que ver con cierta memoria mía de la infancia, pero no supe escribirlo hasta que no cuajó en la forma de un sueño. 

En una entrevista, Gary Snyder se refería a la meditación con estas palabras: «de hecho, como sabe cualquiera que haya practicado suficientemente la meditación, aquello a lo que se apunta no es nunca lo que se alcanza. Aquello a lo que se apunta no es, curiosamente, lo que se obtiene; la voluntad consciente no puede alcanzarlo. Hay que practicar una especie de distracción cuidadosa, pero en verdad relajada, que permita al inconsciente hacer su propio trabajo de as- censo y manifestación. Sin embargo, en el momento en que uno, alerta, se dispone a apresarlo, se escapa, se desliza hacia el fondo. Es algo muy semejante a lo que ocurre en la caza estática: te detienes en algún lugar en el bosque y permaneces inmóvil hasta que las cosas comienzan a vivir, empiezan a aparecer ardillas, gorriones y conejos que estaban ahí desde el principio, pero que se zambullen en algún rincón cuando se los mira de cerca. También la meditación es así». Como la poesía.

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Los poemas, aun si brotan de la imagen más aérea, más luminosa y diurna, más visible, bucean y avanzan como un pez hacia un espacio propio y silencioso -lo visible y su luz están también allí.

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A veces me acometen crisis de irrealidad; no de identidad, sino de irrealidad; no quién soy, sino si estoy. ¿Dónde vivimos? (El plural acoge a muchos, pero solos.) No dónde se nos ve, se nos encuentra, sino dónde nos sentimos vivir. ¿Qué lugar es ese, semejante a los del sueño en que no es el de la vida real? Hay estratos ahí, no de profundidad, sino de coloración, de presencia de ciertas afecciones.

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Sin perder de vista las palabras de Manuel Altolaguirre: «duerma y descanse el hombre, beba su vino en paz, cante y olvide, que yo también tengo mi rincón de miseria, para amodorrarme».

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De los mecanismos lingüísticos, el que mejor identifico como propio es, en un sentido amplio, el de la yuxtaposición. Es el tropo del cine y de la vida: ella, los pájaros. La extrañeza y el sentido proceden de ese trabajo de montaje que nuestra percepción realiza de modo natural. La metáfora, en cambio, es algo que en lo que escribo me cuesta reconocer. En este sentido, considero mi escritura realista, quiero decir literal. El brillo o la fulguración sombría de una metáfora pasan en todo caso por esa literalidad.