En octubre de 1907 Antonio Machado llegó a Soria para empezar a dar clases de francés en el instituto. Dos meses más tarde cerró la pensión donde se alojaba y decidió trasladarse a otra, regentada por Ceferino Izquierdo, sargento de la Guardia Civil jubilado, y su mujer Isabel Cuevas. Allí conoció a sus tres hijos y se enamoró de la mayor, Leonor, de trece años. Era, según los amigos de la familia, una niña menuda, trigueña, de alta frente y ojos oscuros. Hasta finales de 1908 no se decidió a pedir el noviazgo. El 30 de julio de 1909 se celebró la boda en Soria. Solo tres años después, el 1 de agosto de 1912, falleció Leonor, a causa de la tuberculosis, y Machado, desesperado, abandonó Soria y pidió traslado a Baeza.
Esta dolorosa experiencia dio lugar a unos cuantos poemas de Machado. Los poemas dedicados a Leonor suponen una vuelta del poeta a la línea intimista más dolorida. Los escribe cuando Leonor enferma, cuando le llega la muerte y cuando la recuerda estando ya en Andalucía.
El primer poema en el que reparamos es «A un olmo seco», que fue compuesto en Soria el 4 de mayo de 1912. En los versos finales Machado espera la curación de su mujer como otro milagro parecido al que ha experimentado ese olmo al que «con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido». Llenos de sentida emoción dicen esos versos:
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
En otro poema, un romance, recogerá con gran dramatismo el mismo momento de la muerte de Leonor:
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón,
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!
Machado lamenta que la muerte no se haya fijado en él. Lo mismo le decía en una carta a su amigo Unamuno: «La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero sobre el amor, está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere».
Tras la muerte de Leonor, el 1 de agosto de 1912, escribe varios poemas transidos de dolor, soledad y emoción. En este aflora el sentimiento religioso:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
En otros la esperanza (el corazón) y la desesperanza (la cabeza) luchan en el interior del poeta. Por ejemplo, en este:
Dice la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón... No todo
se lo ha tragado la tierra.
O en este otro:
Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!
Ya en Baeza, el poeta evoca las tierras de Soria y sueña con su mujer. El sueño no tardará en romperse: la tristeza, el dolor, la soledad y la amargura atenazan al poeta.
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
Un año después de «A un olmo seco», en la primavera de 1913, en Baeza, escribe a su amigo José María Palacio un poema (en forma de carta) en el que junto a la evocación de Soria en primavera, recuerda a su mujer y el cementerio en el que está enterrada, «El Espino», y le pide que le lleve unas flores en su nombre.
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
Estos poemas que Machado dedicó a Leonor son una estupenda muestra de cómo la lírica es el cauce más idóneo para transmitir la expresión de los sentimientos.
[En la redacción de esta entrada me he servido de las obras sobre Antonio Machado que hicieron José Luis Cano (su biografía) y Vicente Tusón (estudio crítico), maestros en el estudio de la lIteratura]