jueves, 4 de mayo de 2023

FÉLIX TEIRA, PREMIO DE LAS LETRAS ARAGONESAS

Quiero volver a felicitar desde esta entrada al compañero y amigo Félix Teira, que ayer recibió el Premio de las Letras Aragonesas. Esta merecida distinción le ha sido entregada por su trayectoria literaria en la que siempre ha mostrado su espíritu crítico, su sensibilidad social y su calidad literaria.

Ha sido un autor muy presente en las aulas en los últimos veinticinco años. Sus obras Saxo y rosas, ¿Y a ti aún te cuentan cuentos? y Una luz en el atardecer gozaron del aplauso de los jóvenes lectores que veían retratada su realidad cercana de una forma certera. Otras novelas más recientes, como Hijos y padres, de la que ya hablamos en el blog, también acompañaron a varias promociones de estudiantes que quedaron deslumbrados con las historias que leían y con las palabras del autor en diferentes coloquios entablados con él en los institutos.

Sirva como invitación a la lectura de Félix Teira el comienzo de una de sus últimas obras, la ciega.com, una obra que nos invita a reflexionar sobre nuestra sociedad y de la que el  novelista dijo que su protagonista estaba "tan desnortada como los tiempos que vivimos".


         —¿También te has dado de baja en el gimnasio? ¡Paranoicos! —exclamó Chon—. ¡Una movida retro, en plan jipis viejos!

         —Ya ves, le ha dado por las restricciones —Marga, apática, arqueó las cejas.

         —Muy propio, en la onda cavernaria de Ismael.

         Chon apoyó la nuca en el respaldo de la hamaca y se subió el vestido color berenjena. El sol de julio le doraba los muslos. Añadió:          —Tu marido se inventa un rollo anticuado y tú tragas. Los ingenieros y sus inventos. Con tu permiso, lo odio —colocó las manos sobre el vientre y cerró los ojos. Con dos horas de sol desaparecería el cerco de las gafas.

Lo odiaban y lo admiraban, pensó Marga. Ismael es un ejemplar interesante, va completamente a su bola. Así lo definió Irene al conocerlo en un restaurante vegetariano. Un año después, cuando ella volvió de Italia y comenzaron a salir, los amigos añadieron con mala baba: Ismael es un ingeniero rural con adornos cibernéticos.

         —No sé cómo no estás morena teniendo esta terraza —comentó Chon. Deslizó los tirantes por los hombros
y dejó al sol los pechos. Los pezones parecían montados sobre un cojinete de silicona, ¿se había hecho un tuneado discreto?

         —¿Cuándo has hablado con Ismael?

         Marga apoyaba la cadera en el murete de la terraza. Vigilaba a Sabina que jugaba con el canguro, un peluche gigante de color rata.

         Chon, con los ojos cerrados y un tono de fastidio, afirmó:

         —Ayer, Marga, ayer. ¿No te lo dijo?

         —No.

         —Me pasé el día haciendo gestiones para ver si le conseguía algo a tu retorcido marido. Intenté decírtelo por la noche, te llamé a las diez, ¿recuerdas?, pero estaba él. Tú, con Ismael a tu vera, estás rarita y borde por teléfono. Y tu móvil, apagado.

         Porque no tenía saldo, mierda, pensó Marga pero se calló. Chon usaba un tono didáctico, maternal. La lija raspaba el borde de las uñas. Desde que su marido había perdido el trabajo aparecía la buena voluntad. El regodeo en el tropiezo ajeno recubierto con nata solidaria.

         —Quieres decirme algo, Chon. No te andes con rodeos, suéltalo —la apremió Marga.

         —¡Joder, tía! —Chon se incorporó. Con una mano se recogía el pelo moreno en la nuca—. Ese tipo te formatea, te cambia. ¡A ver si vas a estar también borde conmigo! Sabina abrazó al canguro, que tenía su misma altura. Dos animalitos de peluche a punto de cumplir los tres años.

         —¡Has asustado al cangudo! —protestó Sabina.

         —¡Al canguro! ¡Uro! —dijo Marga.

         —¡Al cangudo, udo! ¡Indécil! —replicó la niña.

         —¡Imbécil! ¡Con be! —la corrigió su madre con aspereza.

         Sabina tomó al enorme animal del cuello y caminó hacia el salón.

         —¡Y tú, Chon, larga lo que sea de una vez!

         —Marga, bonita, vete a la mierda —respondió la otra
en tono bajo. Chon se había levantado y se colocaba los tirantes como si decidiera irse.

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