En estos días tan distintos a los que vivimos normalmente, seguro que nos ha asaltado una idea recurrente y tópica en la historia de la literatura: darle la vuelta a los textos de ficción o de no ficción. Hay miles de ejemplos, pero quiero compartir hoy tres microrrelatos de Augusto Monterroso, uno de los autores preferidos en el blog. En los tres se destila una fina ironía que remarca todavía más la maestría con la que están contados. No se salva ni la literatura antigua (la Odisea), ni la moderna (La metamorfosis), ni la Biblia (el Antiguo Testamento y el hondero David). Los tres aparecieron en la extraordinaria y memorable La Oveja negra y demás fábulas.
La tela de Penélope o quién engaña a quién
Hace muchos
años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante
sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente
dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias
a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la
leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a
pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus
interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a
hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a
recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta
manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus
pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que
Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que,
como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
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La cucaracha soñadora
Érase una vez una
Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada
Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado
llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.
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La honda de David
Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y
habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración
en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo
comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo.
Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando
sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que
era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios
lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los
que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras,
Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre
la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la
pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba
cristianamente.
Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de
su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su
conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los
ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se
aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra
Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas
por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado
por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
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