Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después
de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido
en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma
de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre
abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya
protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de
resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas
en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas
ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica
habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro
paredes harto conocidas.
Estas son las palabras con la que arranca una de las novelas más importantes que se escribieron en el siglo pasado, La metamorfosis, de Franz Kafka, obra que estos días cumple el centenario de su publicación. El sorprendente comienzo de la novela es, por sí solo, una extraordinaria invitación a su lectura. Este hecho fantástico, la transformación de una persona en insecto, sirve a Kafka para reflejar en la obra algunas de las obsesiones que dominan su original narrativa: las relaciones difíciles entre padres e hijos, la soledad, la melancolía, el autoritarismo o la falta de explicación lógica en el destino de una persona.
La historia de Gregor Samsa, después de cien años, sigue cautivándonos y perturbándonos. Ha pasado a ser, como dijo Borges de Kafka, «parte de ese sueño universal que es la memoria».
La historia de Gregor Samsa, después de cien años, sigue cautivándonos y perturbándonos. Ha pasado a ser, como dijo Borges de Kafka, «parte de ese sueño universal que es la memoria».
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