La muerte de Javier Marías, uno de los
novelistas españoles más importantes de los últimos cuarenta años, supone una
gran pérdida en el mundo de las letras. En nuestras clases de Lengua castellana
y Literatura su presencia ha sido permanente, sobre todo por sus artículos de
opinión, siempre polémicos pero muy bien argumentados, y por ser siempre seleccionado
como uno de los autores más representativos de la novela española de la
democracia.
Javier Marías es autor de una prosa exigente,
con una fina capacidad de observación, que sabe manejar bien el relato y que no
elude la digresión y la reflexión. Es el creador de un estilo personal que se
caracteriza por una sintaxis muy trabajada que trata de remedar el curso del
pensamiento. Sus novelas poseen siempre una estructura original, basada muchas veces
en las obsesiones del narrador, y no están exentas de misterio. Están
protagonizadas por personajes complejos y obsesivos y tratan temas morales como
la culpa, la verdad o la responsabilidad.
Entre sus principales novelas destacan Todas las almas (ambientada en la
Universidad de Oxford y en la que aparecen personajes que retomará en
posteriores novelas), Corazón tan blanco (novela
sobre el secreto, la sospecha, la persuasión y la convivencia en pareja), Negra espalda del tiempo (novela sobre
el narrador y sus fantasmas, sobre la realidad y la ficción) y Tu rostro mañana (que es considerada su
obra cumbre y que gira en torno a la traición y la violencia que todos los
seres humanos albergamos).
De las cuatro ofrecemos, a modo de homenaje y
como invitación a su lectura, sus palabras iniciales, siempre impactantes, que
atrapan al lector inmediatamente y lo sumergen en un mundo muy personal.
Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford,
y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperaron a que yo llegara
y consumiera mi tiempo allí para darme ocasión de conocerlos y para que ahora
pueda hablar de ellos. Puede, por tanto, que - siempre supersticiosamente- esté
obligado a hablar de ellos. No murieron hasta que yo dejé de tratarlos. De
haber seguido en sus vidas y en Oxford (de haber seguido en sus vidas
cotidianamente), tal vez aún estuvieran vivos. Este pensamiento no es sólo
supersticioso, es también vanidoso. Pero para hablar de ellos tengo que hablar
también de mí, y de mi estancia en la ciudad de Oxford. Aunque el que habla no
sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo. Si a mí mismo me
llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañando desde que nací y
por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que
otros me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon
otros pero yo habité durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en
primera persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para
que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiempos y en diferentes
espacios. El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y
al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación, ni su sombra, ni su heredero,
ni su usurpador.
No he
querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no
hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de
baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se
buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en
el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la
detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la
mesa, el padre no se levantó enseguida, sino que se quedó durante algunos
segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni
menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia
el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el
cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando
el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía que hacer
con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un
rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el
paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si
le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo
derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta
hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o
también de pie.
Creo no haber confundido todavía nunca la
ficción con la realidad, aunque sí las he mezclado en más de una ocasión como
todo el mundo, no sólo los novelistas, no sólo los escritores sino cuantos han
relatado algo desde que empezó nuestro conocido tiempo, y en ese tiempo
conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y contar, o preparar y meditar su
cuento, o maquinarlo. Así, cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha
sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando,
la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo tanto debería intentarlo, y
de ahí que en algunos juicios, supongo–los de las películas, que son los que
mejor conozco–, se pida a los implicados una reconstrucción material o física
de lo ocurrido, se les pide que repitan los gestos, los movimientos, los pasos
envenenados que dieron o cómo apuñalaron para convertirse en reos, y que
simulen empuñar otra vez el arma y asestar el golpe a quien dejó de estar y ya
no está por su causa, o al aire, porque no basta con que lo digan y cuenten con
la mayor precisión y desapasionamiento, hay que verlo y se les solicita una
imitación, una representación o puesta en escena, aunque ahora sin el puñal en
la mano o sin cuerpo en el que clavarlo -saco de harina, saco de carne-, ahora en
frío y sin sumar otro crimen ni añadir nueva víctima, ahora sólo como
fingimiento y recuerdo, porque lo que nunca pueden reproducir es el tiempo
pasado o perdido ni resucitar al muerto que ya pasó y se perdió en ese tiempo.
No debería
uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente
recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo,
o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido.
Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el
cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que
antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y
así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo. ¿Cuántas de
las mías permanecen intactas, de las muchas confianzas brindadas por quien
tanto ha creído en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo
demasiado tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy
lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún las conservan,
frente a las puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa
que di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no fueron
la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo
póstumamente, si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de
ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna novia ni
ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la
hermana la primera esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas
relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado
o cónyuge -o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne-, de quien hizo
revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó
a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído en voz alta
sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni el
oído selectivo y sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una utilización
sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro
dialéctico cuando se discute largo, un uso argumentativo).
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