Comparto con los lectores del blog estos sonetos que Jorge Luis Borges dedicó al ajedrez, un juego de mesa que ha atraído a muchos alumnos y algunos profesores en nuestro instituto durante los recreos de este curso. Son dos piezas magistrales que hemos leído y comentado en clase y que podemos oír recitadas por su autor al final de esta entrada. Este canto de amor al ajedrez entronca con los grandes temas de la literatura de Borges ya comentados en otra entrada del blog: el infinito, la eternidad, el paso del tiempo, el destino, la creación, la representación del mundo,... Y es una joya formal se mire por donde se mire: el ritmo cadencioso, la métrica, los expresivos encabalgamientos, la rica y evocadora adjetivación, las sugerentes metáforas, el certero léxico,...
Ojalá sirva esta entrada para invitar a la lectura del gran autor argentino y para compartir una partida de ajedrez.
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
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