El escritor costumbrista Juan de Zabaleta dejó un estupendo testimonio de la vida cotidiana en el siglo XVII en El día de fiesta por la mañana (1654) y El día de fiesta por la tarde (1659), como nos recordó la profesora Teresa Otal en la charla con los grupos de 1º de Bachillerato el pasado viernes 19 de marzo. Para conocer el ambiente que precedía al espectáculo teatral valgan estas jugosas líneas que retratan la llegada del protagonista de este cuadro, un holgón, un sinvergüenza amante de las diversiones y de las pendencias, al corral de comedias. Entra sin pagar, busca buen sitio en los bancos del patio, fisga por el vestuario de las actrices y por los asientos de las mujeres, riñe por su sitio,... Es una recreación muy viva y animada del bullicioso ambiente que se daba en las representaciones teatrales de la época, la forma de entretenimiento predilecta de los españoles del Siglo de oro.
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Come atropelladamente el día de fiesta el que piensa gastar en la comedia aquella tarde: el ansia de tener buen lugar le hace no calentar el lugar en la mesa. Llega a la puerta del teatro, y la primera diligencia que hace es no pagar. La primera desdicha de los comediantes es esta: trabajar mucho para que sólo paguen pocos. Quedárseles veinte personas con tres cuartos no era grande daño, si no fuese consecuencia para que lo hiciesen otros muchos: porque no pagó uno son innumerables los que no pagan. Todos se quieren parecer al privilegiado por parecer dignos del privilegio. Esto se desea con tan grande agonía, que por conseguirlo se riñe, pero en riñendo está conseguido: raro es el que una vez riñó por no pagar que no entre sin pagar de allí adelante. […] Pasa adelante nuestro holgón y llega al que da los lugares en los bancos: pídele uno y el hombre le dice que no le hay, pero que le parece que a uno de los que tiene dados no vendrá su dueño, que aguarde a que salgan las guitarras, y que si entonces estuviere vacío se siente. Quedan de este acuerdo, y él, por aguardar entretenido, se va al vestuario. Halla en él a las mujeres desnudándose de caseras para vestirse de comediantas. Alguna está en tan interiores paños como si se fuera a acostar. Pónese enfrente de una a quien está calzando su criada, porque no vino en silla. Esto no se puede hacer sin muchos desperdicios del recato. Siéntelo la pobre mujer, mas no se atreve a impedirlo, porque como son todos votos en su aprobación no quiere disgustar a ninguno: un silbo, aunque sea injusto, desacredita, porque para el daño ajeno todos creen que es mejor el juicio del que acusa que el suyo. Prosigue la mujer en calzarse, manteniendo la paciencia de ser vista. La más desahogada en las tablas tiene algún encogimiento en el vestuario, porque aquí parecen los desahogos vicio, y allá oficio. No aparta el hombre los ojos de ella. Estos objetos nunca se miran sin grande riesgo del alma. Con mucha sencillez se avecina a la llama la mariposa, pero porque se avecina se quema: por mucha sencillez con que se entregue a estas atenciones un hombre, es menester un prodigio para que no se abrase. El que piensa que va a esto cuando va a entretenerse, sepa que va a grande riesgo de salir muy lastimado.
Asómase a los paños por ver si está vacío el lugar que tiene dudoso, y vele vacío. Parécele que ya no vendrá su dueño, va y siéntase. Apenas se ha sentado cuando viene su dueño y quiere usar de su dominio. El que está sentado lo resiste y ármase una pendencia. Este hombre ¿no salió a holgarse cuando salió de su casa? Pues ¿qué tiene que ver reñir con holgarse? ¡Que haya en el mundo gente tan bárbara que de las holguras haga mohínas! Si no hallaba donde sentarse estuviérase en pie, que menos pesadumbre es estarse en pie tres horas que reñir un instante. Y ya que se sentó, levantárase cuando vino el dueño del lugar, que haberse sentado no es haber adquirido derecho. Si le parece desaire que le vean levantarse por ajena voluntad de donde estaba sentado, mayor desaire es que le vean hacerse dueño de lo que no es suyo. Si el mantener el asiento es por que no les parezca a los que lo miran que es no atreverse a reñir hace mal, porque ¡muy airoso queda el que da a entender que le tiene miedo a la razón! Si se sentó engañado creyendo que no vendría al lugar el dueño, no tiene la culpa de su error el dueño del lugar: quedarse en él sería querer premio por el error: el que tiene la culpa pague la pena. Si le conserva porque todos los que se han sentado en lugar que no es suyo hacen lo mismo, hace una locura, porque no son buenos para ejemplares los desaciertos. Inestimable es la singularidad cuando el estilo común es defectuoso. Un pez hay que tiene las escamas hacia la cabeza: este nada contra la corriente, los demás peces van donde el agua los quiere llevar, y no donde a ellos les conviene ir. Este va, sin hacer caso del agua, adonde le conviene. Es de tan buen sabor, que se holgaran de verle en las mesas más graves. Muy buen sabor hace en los ojos más autorizados el hombre que obra contra el uso común por obrar hacia buena parte. El que no hubiere de errar las acciones ha de tener la facultad de gobernarse encontrada con la de la muchedumbre. Ajústase la diferencia: el que tenía pagado el lugar le cede y siéntase en otro que le dieron los que apaciguaron el enojo. Tarda nuestro hombre en sosegarse poco más que el ruido que levantó la pendencia, y luego mira al puesto de las mujeres —en Madrid se llama «cazuela»—: hace juicio de las caras, vásele la voluntad a la que mejor le ha parecido y hácele con algún recato señas. No es la cazuela lo que vuesa merced entró a ver, señor mío, sino la comedia. Ya van cuatro culpas y aún no se ha empezado el entretenimiento: no es ése buen modo de observarle a Dios la solemnidad de su día. Vuelve la cara a diferentes partes cuando siente que por detrás le tiran de la capa: tuerce el cuerpo por saber lo que aquello es y ve un limero que, metiendo el hombro por entre dos hombres, le dice cerca del oído que aquella señora que está dándose golpes en la rodilla con el abanico dice que se ha holgado mucho de haberle visto tan airoso en la pendencia, que le pague una docena de limas. El hombre mira a la cazuela: ve que es la que le ha contentado; da el dinero que se le pide y envíale a decir que tome todo lo demás de que gustare. ¡Oh, cómo huelen a demonio estas limas! En apartándose el limero piensa en ir aguardar a la salida de la comedia a la mujer y empieza a parecerle que tarda mucho en empezarse la comedia. Habla recio y desabrido en la tardanza, y da ocasión a los mosqueteros, que están debajo de él, a que den priesa a los comediantes con palabras injuriosas. […]
Salen las guitarras, empiézase la comedia y nuestro oyente pone la atención quizá donde no la ha de poner. Suele en las mujeres, en la representación de los pasos amorosos, con el ansia de significar mucho, romper el freno a la moderación y hacer sin este freno algunas acciones demasiadamente vivas.
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