Quiero compartir este artículo de Álex Grijelmo, aparecido en El País el pasado 15 de diciembre, porque presenta de forma muy clara y rigurosa el uso correcto de «presidenta» en castellano, a pesar de que algunos con mala fe eviten su uso. Leer y estudiar gramática es un estupendo antídoto contra la estupidez.
La "presidente" del Congreso, según Vox
Foto de El País |
Yo creo que el diputado Iván Espinosa de los Monteros,
de Vox, felicitó a Meritxell Batet como presidenta del Congreso sólo para llamarla cuatro veces “la
presidente”.
Por
Internet, WhatsApp y otras calles y mercados circula desde hace años un texto
con la errónea explicación de una supuesta profesora de lengua contra la forma
“presidenta”. En ella se confunde el sustantivo “ente” con el sufijo –nte
(o, por decirlo mejor, con el infijo –nt y las terminaciones –e y
–a que marcan el género). Muchas personas han tomado por buenos sus
falsos argumentos.
Lo que ocurre en realidad es que la tuerca -nte
que se ensambla en ciertas palabras no procede de “ente” (el ser, el que
es), sino que este término contiene también esa pieza. Además, los sufijos –nte
y -nta no se adhieren sólo a verbos, sino que sirven para expresar que
algo o alguien ejecutan la acción evocada en la raíz (ya sea una raíz
castellana o ya se heredase del latín). Estos vocablos pueden relacionarse con
un verbo conocido (“actuante”, “apoyante”, “leyente”)… o haber vuelto opaco su
rastro latino para la conciencia popular (“reticente”, “detergente”,
“gerente”…); o proceder de un sustantivo (“comediante”, “abracadabrante”).
Quien redactara la citada negación de “presidenta”
parecía desconocer que esa voz entra en la lengua castellana un siglo antes que
“presidir”, pues se registra en 1495; mientras que el verbo aparece en 1607
(Corominas y Pascual). Por tanto, “presidente” no se puede considerar una
derivación verbal desarrollada en nuestro sistema; sino un sustantivo previo y,
por tanto, más favorable a la flexión de género.
Por ejemplo, se lee en 1614 en un documento relativo
al nombramiento de “presidenta y priora” del convento de las Trinitarias de
Madrid. Y este femenino figura en el Diccionario académico nada menos
que desde 1803 (“la que manda y preside en alguna comunidad”).
Además, otras muchas palabras que terminan en –nta
nos acompañan desde hace decenios: “clienta”, “intendenta”, “parienta”,
“parturienta”, “gerenta”, “lianta”, “principanta”, “hambrienta”, “harapienta”,
"tunanta", “pretendienta”, “comedianta”…; aunque también usemos otras
que no se desdoblan: “cantante”, “dirigente”, “representante”, “atacante”,
“estudiante”…, vocablos estos últimos en los que el pueblo sigue percibiendo en
primer plano la actividad del verbo, más que la individualidad del sustantivo.
¿Qué sucede entonces con “presidente” para que alguien
crea que no puede mutarse mediante la flexión del femenino? Pues ocurre que,
además de desconocer que había llegado antes que “presidir”, algunos no ven
reparo en que existan “sirvientas”, “asistentas” y “dependientas”, pero sí en
que el femenino alcance a las mujeres que desempeñan un puesto de alta
responsabilidad o de gran poder político.
Ahora bien, en algunos países de América se ha
mantenido la opción “la presidente”. No hay nada
que oponer, porque eso forma parte del habla de cada lugar y con tal formulación
no se oculta que se trate de una mujer (gracias al artículo). La misma
información nos da “la presidente” que “la presidenta”.
Sin embargo, resulta chusco que en un ámbito donde el
pueblo ha extendido sin discusión “la presidenta”, como en España, un
representante de ese mismo pueblo elija la alternativa “la presidente”.
El genio del idioma es analógico, y “la presidenta”
dispone, como hemos visto, de historia y antecedentes (analogías) que
posibilitan esa flexión en femenino. Elegir en España “la presidente” no son
ganas de cuidar la gramática, son ganas de tocar las narices.
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