Imagen de la campaña #acentúate de Fundéu para promover el uso de las tildes en las etiquetas o hashstags empleadas en las redes sociales. |
Reproduzco a continuación el interesante artículo que publicó hace unos días el periodista y escritor Álex Grijelmo en el diario El País. Trata de cómo ahora la imagen propia también se transmite a través de la escritura en un mundo en el que todos estamos escribiendo continuamente. Pero, a diferencia de otras conductas, no se advierte ni corrige a aquel que comete continuos errores ortográficos o gramaticales. Es ahora con la intervención de algunos escritores como el propio periodista o Víctor García de la Concha, el anterior director de la Real Academia Española, que comentó recientemente en una conferencia que hacemos «un uso zarrapastroso del idioma», cuando se hace público en los grandes medios de comunicación este alarmante deterioro en el uso de la escritura, especialmente entre aquellos que sí han tenido acceso a una educación adecuada. El artículo de Grijelmo nos invita a reflexionar acerca de lo importante que es para cada uno de nosotros ser responsables de lo que decimos y de cómo lo decimos.
LA IMAGEN DE LAS PALABRAS
Las
redes sociales, el correo electrónico y los mensajes de móvil han obligado a
millones de personas a relacionarse cada dos por tres con un teclado y, por
tanto, a reflexionar sobre las palabras y a plantearse dudas ortográficas o
gramaticales.
Hasta
hace sólo unos años, la escritura habitual formaba parte de determinados
ámbitos profesionales, pero no alcanzaba a la inmensa mayoría de la población
del mundo avanzado. Mucha gente podía pasar semanas y meses sin necesidad de
escribir nada (aunque sí de leer). Ahora, sin embargo, se escribe más que nunca
en la historia de la humanidad.
Eso
ha dotado de un nuevo rasgo a las personas. Su imagen ya no reside sólo en su
aspecto, sus ropas, su higiene, el modelo de su automóvil, acaso la decoración
de la casa. Ahora también transmitimos nuestra propia imagen a través de la
escritura.
El
grupo de WhatsApp de la asociación de padres, los mensajes de Twitter, los
comentarios de Facebook o los argumentos de un correo electrónico constituyen
un escaparate que exhibe a la vista de cualquiera la ortografía de una persona,
su léxico, su capacidad para estructurar las ideas.
Si
alguien lleva una mancha en la camisa, el amigo a quien tenga cerca en ese
momento le advertirá amablemente para que se la limpie. Incluso puede decírselo
el desconocido con el que acaba de entablar una conversación.
Sin
embargo, los fallos de escritura en esos ámbitos se dejan estar sin más
comentario. Los vemos y los juzgamos, sí, pero miramos para otro lado. Ni
siquiera avisamos en privado para que el otro tome conciencia de sus errores.
Es un examen silencioso, del que a veces se derivan decisiones silenciosas
también.
Tememos
dañar al corregido. ¿Por qué? Tal vez porque un lamparón en la blusa se puede
presentar como accidental y no descalifica a la persona, mientras que la
escritura constituye una prolongación de la inteligencia y de la formación
recibida. Y por tanto las refleja.
El
que observe en silencio esas faltas frecuentes exculpará, por supuesto, a quien
no haya tenido a su alcance una educación adecuada. Puede que no sea tan
benevolente, en cambio, con los demás: con quienes han malversado el esfuerzo
educativo que se hizo con ellos; y con todos aquellos que lo consintieron. El
deterioro de la escritura en el sector bien escolarizado es lo que realmente
provoca el escándalo. Y eso, quizás hasta la conferencia de prensa ofrecida
ayer por Víctor García de la Concha, era un escándalo silencioso.
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