La fatalidad ha hecho que ayer muriera uno de esos autores especialmente queridos en las aulas de los institutos. Luis Sepúlveda ha sido un escritor que han leído con verdadero placer diferentes generaciones de estudiantes de ESO y Bachillerato. Desde Un viejo que leía novelas de amor a Historia de una gaviota que le enseñó a volar, sus historias siempre han cautivado tanto por la manera en la que estaban escritas como por su poderoso mensaje siempre comprometido en la defensa de la justicia y de la naturaleza.
Como tributo a este autor, recuerdo el primer capítulo de Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, una novela, como él subtítuló, para jóvenes de 8 a 88 años. Espero que estas primeras páginas sean el aperitivo para acercaros a este estupendo autor.
Como tributo a este autor, recuerdo el primer capítulo de Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, una novela, como él subtítuló, para jóvenes de 8 a 88 años. Espero que estas primeras páginas sean el aperitivo para acercaros a este estupendo autor.
1. Mar del Norte
—¡Banco de arenques a babor! —anunció la gaviota
vigía, y la bandada del Faro de la Arena Roja recibió la noticia con graznidos
dealivio. Llevaban seis horas de vuelo sin interrupciones y, aunque las gaviotas
piloto las habían conducido por corrientes de aires cálidos que hicieron
placentero el planear sobre el océano, sentían la necesidad de reponer fuerzas,
y qué mejor para ello que un buen atracón de arenques. Volaban sobre la
desembocadura del río Elba, en el mar del Norte. Desde la altura veían los
barcos formados uno tras otro, como si fueran pacientes y disciplinados
animales acuáticos esperando turno para salir a mar abierto y orientar allí sus
rumbos hacia todos los puertos del planeta. A Kengah, una gaviota de plumas
color plata, le gustaba especialmente observar las banderas de los barcos, pues
sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas
cosas con palabras diferentes.—Qué difícil lo tienen los humanos. Las gaviotas,
en cambio, graznamos igual en todo el mundo —comentó una vez Kengah a una de
sus compañeras de vuelo.—Así es. Y lo más notable es que a veces hasta
consiguen entenderse —graznó la aludida. Más allá de la línea de la costa, el
paisaje se tornaba de un verde intenso. Era un enorme prado en el que
destacaban los rebaños de ovejas pastando al amparo de los diques y las
perezosas aspas de los molinos de viento. Siguiendo las instrucciones de las
gaviotas piloto, la bandada del Faro de la Arena Roja tomó una corriente de
aire frío y se lanzó en picado sobre el cardumen de arenques. Ciento veinte
cuerpos perforaron el agua como saetas y, al salir a la superficie, cada
gaviota sostenía un arenque en el pico.
Ilustración original de la obra realizada por Miles Hyman |
Sabrosos
arenques. Sabrosos y gordos. Justamente lo que
necesitaban para recuperar energías antes de continuar el vuelo hasta Den Helder, donde se les uniría la
bandada de las islas Frisias. El
plan de vuelo tenía previsto seguir luego hasta el paso de Calais y el canal de la Mancha, donde
serían recibidas por las bandadas
de la bahía del Sena y Saint Malo, con las que volarían juntas hasta alcanzar el cielo de Vizcaya
Para
entonces serían unas mil gaviotas que, como una rápida nube de color plata, irían en aumento con
la incorporación de las bandadas
de Belle Îlle, Oléron, los cabos de Machichaco, del Ajo y de Peñas. Cuando todas las gaviotas
autorizadas por la ley del mar y de
los vientos volaran sobre Vizcaya, podría comenzar la gran convención de las gaviotas de los mares
Báltico, del Norte y Atlántico.
Sería un bello encuentro. En eso pensaba Kengah mientras daba cuenta de su tercer arenque. Como todos los
años, se escucharían interesantes
historias, especialmente las narradas por las gaviotas del cabo de Peñas, infatigables viajeras que a
veces volaban hasta las islas
Canarias o las de Cabo Verde. Las
hembras como ella se entregarían a grandes festines de sardinas y calamares mientras los machos
acomodarían los nidos al borde
de un acantilado. En ellos pondrían los huevos, los empollarían a salvo de cualquier amenaza y, cuando a
los polluelos les crecieran las
primeras plumas resistentes, llegaría la parte más hermosa del viaje: enseñarles a volar en el cielo de
Vizcaya. Kengah hundió la
cabeza para atrapar el cuarto arenque, y por
eso no escuchó el graznido de alarma que estremeció el aire:—¡Peligro a estribor! ¡Despegue de
emergencia! Cuando Kengah sacó
la cabeza del agua se vio sola en la
inmensidad del océano.
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