Como homenaje a Antonio Ferres, fallecido ayer en Madrid a los noventa y seis años, os invito a leer un par de textos suyos. Ferres fue un autor que sufrió la censura franquista y vivió fuera de los círculos literarios de la crítica y de los medios oficiales e institucionales y eso le valió la marginación y el olvido, recompensas muy frecuentes en nuestra historia de la literatura.
El primer texto es un fragmento de La piqueta, la novela que publicó en 1959 y que supuso que fuera considerado como uno de los autores más representativos del realismo social español. La adscripción a este grupo de novelistas sociales hizo que la crítica no prestara después atención a sus siguientes obras.
La piqueta se ambienta en el mundo de las chabolas que surgieron en el Madrid de los años cincuenta originado por la pobreza y el éxodo rural. Entre Usera y Orcasitas, asistimos a la historia de una pobre familia a la que se ha comunicado que en el plazo de quince días se va a demoler con piqueta la chabola en la que viven. Los personajes que deambulan por la novela, víctimas de la guerra y del sistema, entre moscas y ratas, nos muestran la pobreza, el desamparo social, la opresión, la soledad, la insatisfacción, el analfabetismo o el machismo, tan característicos de la sociedad española de entonces. Todo se relata con un estilo transparente, fluido, que recuerda lo mejor de la tradición del realismo español, desde Baroja a Sender o Max Aub.
El fragmento pertenece al principio de la novela, el capítulo III de la primera parte, y retrata muy bien una problemática que aún sigue de actualidad más de sesenta años después: los desahucios, la emigración, la injusticia.
La piqueta se ambienta en el mundo de las chabolas que surgieron en el Madrid de los años cincuenta originado por la pobreza y el éxodo rural. Entre Usera y Orcasitas, asistimos a la historia de una pobre familia a la que se ha comunicado que en el plazo de quince días se va a demoler con piqueta la chabola en la que viven. Los personajes que deambulan por la novela, víctimas de la guerra y del sistema, entre moscas y ratas, nos muestran la pobreza, el desamparo social, la opresión, la soledad, la insatisfacción, el analfabetismo o el machismo, tan característicos de la sociedad española de entonces. Todo se relata con un estilo transparente, fluido, que recuerda lo mejor de la tradición del realismo español, desde Baroja a Sender o Max Aub.
El fragmento pertenece al principio de la novela, el capítulo III de la primera parte, y retrata muy bien una problemática que aún sigue de actualidad más de sesenta años después: los desahucios, la emigración, la injusticia.
La tierra aparecía seca,
con grietas pequeñas, amarillenta por la parte en que daba el sol. Se notaba
que venía el verano. Al llegar a los cardos, delante de las chabolas recién
blanqueadas, Maruja se cambió la cántara de mano. Tenía la mirada perdida en el
campo. Se quedaba con el pensamiento suspendido, sin escuchar nada. Le daba
vueltas y más vueltas a lo que había ocurrido el domingo por la tarde con aquel
chico.
Su madre le miró desde
la puerta, y le gritó:
—Estás como tonta. No sé
qué te pasa.
La muchacha siguió, con
la cántara vacía, hacia la fuente. El campo brillaba con la mañana de
primavera. Era esa mezcla de campo y de pueblo; el descampao revuelto
de casuchas. Las posibles calles caían en cuestas suaves. Las paredes parecían
más rojas o más blancas a la luz del día; algunas enseñaban los agujeros de sus
ladrillos huecos, las celdillas, porque no estaban revocadas y parecían panales
de miel, colmenas abiertas. Una casa tenía una tela metálica delante de la
ventana y los vecinos habían dejado a un gatillo preso entre el cristal y los
alambres. Se oían los maullidos del gato pequeño; lloraba como un niño chico.
En la fuente había muchas moscas y las avispas zumbaban alrededor de los
charcos y los regueros de agua. Se oía gran algarabía. Una mujer que estaba en
el centro del corro de gente que rodeaba el caño, no paraba de hablar.
—¿Qué pasa? —le preguntó
Maruja a la última.
—No sé. Dicen que van a
tirar las chabolas que han hecho las últimas, que no quieren que venga más
gente de los pueblos.
Maruja la miró para ver
qué debía contestar. Pensó que la mujer hablaba como las que eran de Madrid.
No sabía.
—Mi padre se ha venido
aquí para buscar trabajo, en el pueblo sólo se trabaja cuando la recolección,
por la aceituna —dijo Maruja.
—Algunos dicen que los
de los pueblos habéis llegao a comernos el pan —dijo la mujer.
Era alta, huesuda y estaba despeinada.
Maruja calló. Estuvo
esperando su turno. Se puso a pensar en el próximo domingo, en el chico que
tenía la cicatriz debajo de la mejilla. Se sentó en el suelo, en un espacio que
estaba seco, junto a la cántara vacía.
Por el cielo venían las nubes manchadas de luz.
Corrían por el azul firmamento de la primavera. Se fue la muchacha cambiando de
sitio, conforme avanzaba la fila de mujeres. Tres chicos pequeños se pusieron a
jugar en el barro, con los pies descalzos en el agua. En el corrillo que había
en torno a la fuente, las vecinas seguían conversando.
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Después de La piqueta, varias de sus novelas fueron prohibidas en España (Al regreso del Boiras, Los vencidos) o pasaron desapercibidas para la crítica (En el segundo hemisferio, Ocho, siete, seis), a pesar de sus méritos literarios.
Además, escribió también poesía y cuentos. Entre estos destaco el microrrelato El caballo y el hombre. Este segundo texto de Ferres es un sugerente cuento que nos muestra unidos al hombre y al caballo frente a un destino cruel, en medio de un panorama violento y desolador.
EL CABALLO Y EL HOMBRE
El caballo herido y
jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.
El hombre oyó los pasos y
vio la silueta borrosa del caballo.
Hacía días que arrojara
las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio
dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un
territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna izquierda, hinchada,
con coágulos negros de sangre. Y le latían las sienes. Quizás, lejos, donde
temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las
que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía perdido. Pensó en el
caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era
un caballo enemigo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no
fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que
se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El
animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos
prados. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mujeres, de niños y
ganados. Recordaba los enormes poblados con las mujeres saltando las
hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su
madre en la última ciudad en la que él había sido niño.
Tenía tanto calor y sentía
tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo
grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos
del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las
tierras verdes y de los arroyos rumorosos, sin arneses, ni dueño. Pero para
el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las
llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los
ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los
muertos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de
hombres y mujeres desconocidos. Como había en las ciudades. Caras de gente
viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.
Así quería esperar,
mientras resollara el caballo. Solo sentía cierta dificultad en el pecho, un
pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía
que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que
existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el
animal sentía su mano suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los
ojos cerrados en la penumbra, mientras el hombre seguía viendo pasar las
caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros rostros. Y
de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos
que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con
ansiosos mares.
Tenía que hacer larga
aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del
desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y
deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron
siempre.
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