CURSO

domingo, 28 de abril de 2024

SEMBLANZA DE FRANCISCO RICO POR LÁZARO CARRETER

El fallecimiento del maestro Francisco Rico deja huérfanos a quienes hemos estudiado sus obras que alimentaron siempre nuestro deseo de saber más. Como homenaje, rescato esta semblanza suya, escrita por otro maestro de la filología, Fernando Lázaro Carreter, en 1998, con ocasión de la entrega del Premio de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo a Francisco Rico.


FRANCISCO RICO

Era costumbre del orador sacro antiguo, es decir, en mi juventud, tras encaramarse solemnemente al púlpito en las grandes fiestas de los santos, pedir a los fieles que orasen por su intención mientras él se minimizaba con devoto recogimiento para implorar del cielo doctrina y elocuencia ajustadas al mérito insigne, heroico tal vez, del bienaventurado cuya alabanza tocaba aquel día.

Como no soy predicador, ni es litúrgico este trance, será innecesario que me recoja para laudar, pues traigo escrito el encomio, y no son precisos grandes esfuerzos para cumplir con el objeto que nos reúne. Como decía del vino don Lope de Sosa, «Esto, Inés, ello se alaba; / no es menester alaballo». Y es que, don Francisco Rico -pues ese es su nombre en ceremonias como la presente- ha recibido esa bendición de Dios, consistente, según define el Brutus ciceroniano, en «sapientiae laude perfrui», esto es, en gozar ininterrumpidamente de la estima concedida a su saber. Desde que, recién bachiller, con su entendimiento de poesía y de poetas, asombraba en su Barcelona natal, como niño entre doctores, a gentes tan reacias al asombro como Gabriel Ferrater, Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma. Ya entonces, sus maestros Riquer y Blecua proclamaban, llenos de gozo, urbi et orbi, que estaban incubando un filólogo de gran magnitud. Por eso, puede afirmarse a lo Cicerón que siempre le ha acompañado el crédito concedido al mucho saber. Y este crédito llaga a reconocérselo hoy el premio más apreciado por los filólogos, el Menéndez Pelayo, que pone un orla de honor a una obra madura, aún joven y ya enorme. Aún joven, digo; creo que no dejará nunca de serlo: los trabajos de Rico rezuman la energía, la vitalidad, el desenfado, la capacidad provocadora a veces que tenían a sus veinte años, y de él mismo emana una jovialidad casi adolescente; me he asombrado cuando, para pensar estas palabras, caigo en la cuenta de sus 56 años; se le notan sólo en que los proyectos que acomete han progresado en ambición, y en que la seguridad casi insolente de la mocedad se le ha ido enriqueciendo con un templado escepticismo, el cual, éste sí, ha de atravesar muchos calendarios para arraigar.

A veces, los galardones, vistos desde fuera y hasta desde dentro, parecen desatinados por desajuste entre el premio y el o lo premiado. Por el contrario, hay casos claros como el de hoy, en que la honra se ajusta como un guante a quien la recibe. José Manuel Blecua padre y yo mismo lo sabíamos al proponerlo; y el Jurado confirmó que no andábamos errados al votar unánime en favor de tal propuesta.

Francisco Rico excava y sobrevuela por el mismo territorio que don Marcelino excavó y sobrevoló: las letras españolas y aliquando románicas, y el pensamiento estético y humanístico. Además de trabajar muy bien, lo hace con una intensidad parecida a la del maestro montañés y, al igual que él, esto es importante, sin perder de vista el mundo. Cada uno a su modo y en su tiempo, pero es seguro que, de haber coincidido en cualquier época, ambos hubieran hecho muy sabrosas migas.

No es oportuna la ocasión para desmenuzar ahora la ingente tarea investigadora del profesor Rico: ni tendría yo tiempo ni ustedes ánimo para entrar en el pormenor de lo que saben de sobra. Pero el panegírico es imposible si no se funda en razones; por tanto, aunque sea al por mayor, hay que darlas.

Lo primero que se me aparece en una ojeada somera de tal tarea, quizá por importancia objetiva y, también por razones particulares de gratitud, son sus estudios sobre Petrarca, culminados, por ahora, en su magno libro Vida u obra de Petrarca, publicado en Padua en 1976, el cual fue precedido de varios artículos que le habían granjeado ya el aprecio internacional como gran petrarquista; estudios posteriores lo han acrecentado. Resalto este hecho en el quehacer de Rico: casi no hay nombres españoles entre los exploradores importantes de letras extranjeras; menos aún, en torno a la obra latina del genio de Arezzo, que, cuando parecía elucidado hasta en recovecos microscópicos por exegetas infinitos, aparece un entonces jovencísimo castellanobarcelonés a desmantelar muchas creencias acerca de su vivir y escribir, mal relacionados hasta entonces en el Secretum., por designio del propio Petrarca. El efecto del libro fue fulminante y se convirtió en referencia obligada para todos los estudios sobre humanismo. Esa familiaridad, no sólo con las obras latinas, sino con el Canzoniere, le permitió hacer un descubrimiento de interés para nuestras letras: el gran poemario italiano, que fundaba el sentir poético moderno en toda Europa, había influido en poetas castellanos anteriores a Garcilaso. Creíamos hasta entonces que no.

Pero antes que ese volumen decisivo, nuestro galardonado había dado a luz otros muy importantes. En 1970 -nótese: cuando tenía 28 años- aparecía una obra que sorprendió por el acopio de erudición y por su inteligente beneficio; era El pequeño mundo del hombre, en el que perseguía, desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, la pervivencia española del tópico griego según el cual el hombre es un microcosmos, un pequeño orbe inserto en otro que escapa a su gobierno.

Y antes aún, Rico tenía 24 años, había dado a la imprenta el primer tomo de la obra que, según su proyecto iba a recoger las principales novelas picarescas; comprendía las dos fundadoras, el Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache, precedidas de una extensa y espléndida introducción, casi un libro, de 185 páginas, más los cientos de notas que esclarecen los textos. Era la primera entrada seria de don Francisco en la liza movediza del género picaresco. Y constituía un espectáculo notable la familiaridad de aquel mozalbete con páginas tan difíciles de intención y hasta de sentido literal, con su tiempo dentro, es decir, una cultura y una historia tan remotas y complejas.

La novela picaresca es fascinante para la crítica, por tratarse de un territorio con principio y fin bien establecidos, y con un número abarcable de obras. En ningún otro, al menos en nuestra literatura, es posible disponer de un material más manejable y seguro para examinar el vivir de un género. Es un rico panal, que atrae, por desgracia, a más moscas que abejas. Rico ha seguido laborando fecundamente, y creando una doctrina en libros sugestivos, como La novela picaresca y el punto de vista, de 1970, muy ampliado en 1986, donde examina, entre otras cuestiones, la conversión del pícaro activo en reflexivo autor; o Problemas del Lazarillo, de 1988, novela ésta de la cual ha publicado un texto, varias veces reeditado, y que la ilustra, aunque pareciera imposible, mejor que su propia edición de 1966; hoy es el texto canónico del famoso anónimo.

Entre mis lecturas preferidas de Rico, he tenido, desde que apareció, en 1990, su libro Breve biblioteca de autores españoles, con un título poco orientador, aunque fundado en que son los prólogos escritos para una colección de clásicos, doce en total, aparecida en el Círculo de Lectores. En esta docena de pequeñas joyas, el crítico, aunque ajustado al canon, esto es, el Cid, Rojas, Cervantes, Quevedo, Lope, Calderón, etc., se sale de las opiniones canónicas para afrontar con rigor y libertad, o, si se quiere, con libertad rigurosa, los textos centrales de la literatura pretérita. Y he aquí un nexo que sitúa a nuestro amigo en la herencia de don Marcelino; hay muchos, pero este es particularmente notable: el anhelo de ver o de hacer ver panorámicamente. Es minucioso Rico para los detalles, pero alza los ojos con frecuencia para mirar en anchura. Cuando el tajo es excesivo, compromete a los demás, editores incluidos, para alumbrar textos solventes o difundir doctrina histórica o crítica. Y ahí está la formidable Biblioteca Clásica que se está publicando gobernada por él. O la inapreciable Historia y crítica de la literatura española, que ha puesto al alcance del público lector muchos estudios modernos confinados en revistas especializadas, recónditas a veces. O sus colecciones «Filología» o «Letras e Ideas», abiertas al hispanismo más riguroso. Ese afán totalizador lo empuja a sobrepasar en todo. ¿Publicó don Marcelino las cien mejores poesías españolas? Pues ahí va su antología Mil años de poesía española, de 1996, que tiene casi seiscientas, y no sólo castellanas, sino mozárabes, gallegas, catalanas y vascas. Su ideal, como de seguro, lo fue el de don Marcelino, sería un mundo literarizado. Se parece al de Roland Barthes, el cual, cuando le preguntaron qué había de estudiarse en el Bachillerato; contestó: «Pero ¿es que se puede estudiar otra cosa además de literatura?». Rico se diferencia de Barthes en muchas cosas, ya lo sé y ustedes seguramente también, pero sobre todo en que él, y contaría con mi apoyo, extendería la literatura a mucho más que el Bachillerato, incluso a las Facultades de Letras.

La disciplina con que se vinculó como catedrático a la Universidad fue la historia de las Literaturas Hispánicas Medievales, y a ellas ha consagrado estudios de notable alcance, en especial en las áreas catalana y castellana. De entre todos ellos, destaco los dedicados al Rey Sabio y, sobre todo, los fundamentales artículos publicados en 1983 y 1985, con el título de «La clerecía del mester», en que este oficio de poetas, un misterioso ente flotante en la Edad Media con su distante y nueva maestría, queda anclado en la latinidad de los scolares clerici de entre los siglos XII y XIII, con muchas de sus peculiaridades poéticas latinas, pero ya inclinados al romance.

Y otras muchas, muchas hazañas intelectuales debemos a Francisco Rico que no puedo ya referir. Pero sería culpable la omisión de El caballero de Olmedo editado por él, y que es, con el ya citado Lazarillo, dechado de lo que deben ser los clásicos elucidados. Y pecaría si callara otro gran título de nuestro autor: Nebrija frente a los bárbaros, que apunta a lo que será otro de sus estudios fundamentales sobre el amanecer renacentista español.

Estoy acabando, y no me he referido aún al Quijote, a la edición del Quijote, que, en los últimos meses, ha concentrado sobre el editor toda la atención del público culto y de los medios de comunicación. Creo que pocas veces un esfuerzo filológico ha despertado tanto interés (tal vez los de Menéndez Pelayo). He hablado y he escrito ya bastante sobre él, y no voy a hacerlo aquí. Me contentaré con ponerlo como ejemplo de ese afán totalizador de Rico -todo el Quijote, todo lo que se sabe sobre el Quijote, casi todo lo que de importante se ha escrito sobre el Quijote- , en dos volúmenes compactos. Aunando muchas decenas de voluntades y de talentos, y aportando él su voluntad y su talento, nos ha dado, antes de que se acabara el siglo XX, y digna de él, una edición del memorable texto cervantino.

Francisco Rico es un gran filólogo, en la línea más avanzada de esta ciencia en el mundo. Trabaja en el surco que abrió para todos Menéndez Pelayo; y ha ahondado en él a la vez que avanzaba descubriendo vetas nuevas de nuestra literatura, de nuestra cultura. El premio universitario dotado por el prócer santanderino don Eulalio Ferrer no podía ir a mejores manos. Premio y premiado se honran mutuamente. Y yo, que soy devoto de don Marcelino, que cuento a Paco y a Eulalio entre mis amigos fundamentales, y que tengo un enlace indisoluble con esta Universidad, doy las gracias a su Rector por haberme invitado a oficiar hoy, permitiéndome proclamar mi alegría por este galardón tan justo. Si la confieso es porque -estoy seguro- todos ustedes la comparten.

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