CURSO

miércoles, 31 de enero de 2024

OCTAVIO PAZ HABLA SOBRE LUIS CERNUDA

Para entender y apreciar mejor la poesía de Luis Cernuda que nos ocupa estos días, comparto un extracto del imprescindible ensayo de Octavio Paz, La palabra edificante, que nos desvela algunas de las claves poéticas del autor de la Generación del 27 que reunió toda su obra bajo el título La realidad y el deseo.

            Si se pudiese definir en una frase el sitio que ocupa Cernuda en la poesía moderna de nuestro idioma, yo diría que es el poeta que habla no para todos, sino para el cada uno que somos todos. Y nos hiere en el centro de ese cada uno que somos –"que no se llama gloria, fortuna o ambición" sino la verdad de nosotros mismos. La poesía de Cernuda es un conocerse a sí mismo pero, con la misma intensidad, es una tentativa por crear su propia imagen. Biografía poética, La realidad y el deseo es algo más: la historia de un espíritu que, al conocerse, se transfigura. […]

            Reconocerse homosexual es aceptarse diferente de los otros. ¿Pero quiénes son los otros? Los otros son el mundo –y el mundo es de los otros. En ese mundo se persigue con la misma saña a los amantes heterosexuales, al revolucionario, al negro, al proletario, al burgués expropiado, al poeta solitario, al mendigo, al excéntrico y al santo. Los otros persiguen a todos y a nadie. Son todos y nadie. La salud pública es la enfermedad colectiva santificada por la fuerza. ¿Son reales los otros? Mayoría sin rostro o minoría todopoderosa, son una asamblea de espectros. Mi cuerpo es real, ¿es real el pecado? Las cárceles son reales, ¿lo son también las leyes? Entre el hombre y aquello que toca hay una zona de irrealidad: el mal. El mundo está construido sobre una negación y las instituciones –religión, familia, propiedad, Estado, patria– son encarnaciones feroces de esa negación universal. Destruir este mundo irreal para que aparezca al fin la verdadera realidad... Cualquier joven –y no solo un poeta homosexual– puede (y debe) hacerse estas reflexiones. Cernuda se acepta diferente; el pensamiento moderno, especialmente el surrealismo, le muestra que todos somos diferentes. Homosexualismo se vuelve sinónimo de libertad; el instinto no es un impulso ciego: es la crítica hecha acto. Todo, el cuerpo mismo, adquiere una coloración moral. En esos años se adhiere al comunismo (1930). Adhesión fugaz porque en esta materia, como en tantas otras, los troyanos son tan obtusos como los tirios. La afirmación de su propia verdad lo hace reconocer la de los demás: "por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren...", dirá años después. Aunque comparte nuestro común destino no nos propone una panacea. Es un poeta, no un reformador.

            Nos ofrece su "verdad verdadera", ese amor que es la única libertad que lo exalta, la única libertad por la que muere. La verdad verdadera, la suya y la de todos, se llama deseo. En una tradición que con poquísima excepciones –se pueden contar con los dedos, de La Celestina y La Lozana andaluza a Rubén Darío, Valle–Inclán y García Lorca– identifica "placer" con “sensación agradable, contento del ánimo o diversión", la poesía de Cernuda afirma con violencia la primacía del erotismo. Esa violencia se calma con los años pero el placer ocupará siempre un lugar central en su obra, al lado de su contrario complementario: la soledad. Son la pareja que rige su mundo, ese "paisaje de ceniza absorta" que el deseo puebla de cuerpos radiantes, fieras hermosas y lucientes. El destino de la palabra deseo, desde Baudelaire hasta Breton, se confunde con el de la poesía. Su significado no es psicológico. Cambiante e idéntico, es la energía o la voluntad de encarnación del tiempo, el apetito vital o el ansia de morir: no tiene nombre y los tiene todos. ¿Qué o quién es el que desea lo que deseamos? Aunque asume la forma de la fatalidad, no se cumple sin nuestra libertad y en él se cifra todo nuestro albedrío. No sabemos nada del deseo excepto que cristaliza en imágenes y que esas imágenes no cesan de hostigarnos hasta que se vuelven realidades. Apenas las tocamos, se desvanecen. ¿O somos nosotros los que nos desvanecemos? La imaginación es el deseo en movimiento. Es lo inminente, aquello que suscita la aparición; y es la lejanía, la sed de espacio. Con cierta pereza se tiende a considerar los poemas de Cernuda meras variaciones de un viejo lugar común: la realidad acaba por destruir al deseo y nuestra vida es una continua oscilación entre privación y saciedad. A mí me parece que, además, dicen otra cosa, más cierta y terrible: si el deseo es real, la realidad es irreal; el deseo vuelve real lo imaginario, irreal la realidad. El ser entero del hombre es el teatro de esta continua metamorfosis; en su cuerpo y su alma deseo y realidad se interpenetran y se cambian, se unen y separan. El deseo puebla al mundo de imágenes y. simultáneamente, deshabita a la realidad. Nada lo satisface porque vuelve fantasmas a los seres vivos. Se alimenta de sombras o más bien: nuestra realidad humana, nuestra sustancia, tiempo y sangre, alimenta a sus sombras.

            Entre deseo y realidad hay un punto de intersección: el amor. No hay amor sin deseo pero el único deseo verdadero es el del amor. Solo en ese desear un ser entre todos los seres el deseo se despliega plenamente. Aquel que conoce el amor no desea ya otra cosa. El amor revela la realidad al deseo: esa imagen deseada es algo más que un cuerpo que se desvanece: es un alma, una conciencia. Tránsito del objeto erótico a la persona amada. Por el amor, el deseo toca al fin la realidad: el otro existe. Esta revelación casi siempre es dolorosa porque la existencia del otro se nos presenta simultáneamente como un cuerpo que se penetra y como una conciencia impenetrable. El amor es la revelación de la libertad ajena y nada es más difícil que reconocer la libertad de los otros, sobre todo la de una persona que se ama y desea. Y en esto radica la contradicción del amor: el deseo aspira a consumarse mediante la destrucción del objeto deseado; el amor descubre que ese objeto es indestructible... e insustituible. Queda el deseo sin amor o el amor sin deseo. El primero nos condena a la soledad: esos cuerpos intercambiables son irreales; el segundo es inhumano: ¿puede amarse aquello que no se desea?

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