CURSO

lunes, 27 de marzo de 2023

RAZÓN DEL TEATRO

Este año celebramos el Día del Teatro, además de acudiendo el próximo jueves a la representación de Diálogo de sombras en el Teatro de la Estación, con las reflexiones que Juan Mayorga nos planteó en su discurso Razón del teatro, con motivo de su ingreso en la Real Academia de Doctores de España en 2016. Seguro que nos hacen pensar sobre el hecho teatral de una manera nueva y más profunda. Estas reflexiones pueden completarse y complementarse con las que hizo en su otro discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua titulado Silencio que ya reseñé en otra entrada del blog.

Ofrezco las dos primeras partes de Razón del teatro que puede terminarse de leer en el enlace de la obra.

1

Unas personas se separan de otras para representar ante estas posibilidades de la existencia humana. Es un desdoblamiento asombroso. Da que pensar. En ese separarse y ponerse enfrente para representar la vida, los actores abren un conflicto. A esa escisión conflictiva llamamos teatro.

2

El teatro es el arte de la reunión y la imaginación. Lo único que le es imprescindible es el pacto que el actor ha de establecer con su espectador. Borges expresa el carácter de ese pacto cuando dice que la profesión del actor consiste en fingir que es otro ante una audiencia que finge creerle. Es, en efecto, en el doble fingimiento del actor y el espectador, en ese contrato implícito conforme al que este se hace cómplice de las mentiras de aquel, donde residen la esencia del hecho teatral, su posibilidad y su fuerza. El corazón del teatro es ese ingenuo acuerdo que se establece entre el cómico y quien lo mira y escucha –“Durante un rato voy a hacer que soy Edipo”./“Yo voy a hacer que me lo creo”. El resto –el vestuario, la escenografía, la iluminación, la música, incluso el texto– sólo será aquí valioso en la medida en que apoye tan extraña alianza. El teatro es el arte del encuentro –y, por tanto, del conflicto– entre un actor y un espectador, y todos los demás participantes –el autor, el director, el vestuarista, el escenógrafo, el iluminador, el músico...– tienen el importante pero subordinado trabajo de ayudar a que actor y espectador se encuentren –se enfrenten– en un compromiso de fingidores. Por eso, lo que distingue a los actores más grandes, antes que cualquier otra capacidad, es la de hacer del espectador su cómplice. La capacidad de hacer –desde el primer momento, y sobre todo en el primer momento, pues es entonces cuando se firma el invisible contrato– que el espectador quiera creer. La transfiguración se produce no en el escenario, sino en la imaginación del espectador. Sucede porque el espectador la desea, y la misión del actor consiste en provocar ese deseo.

El cuerpo del actor –centro del hecho teatral– es obstáculo para que el espectador vea al personaje. Sólo la imaginación del espectador puede convertir el obstáculo en ocasión.

El teatro no puede engañar al espectador; ha de hacer del espectador su cómplice. Este puede desdoblar una persona en otra; un objeto, un espacio, un tiempo en otros. Pero si el espectador les niega su complicidad, ese tiempo, ese espacio, ese objeto, esa persona sólo son lo que fuera del teatro.

Que el teatro sea arte del desdoblamiento limita el uso que podamos hacer, para hablar sobre él, de la palabra “realismo”, con la que son designadas formas infrecuentes en las historia de las artes escénicas. Sólo por comparación podemos hablar de un teatro realista. Podemos decir que una interpretación, un texto, una escenografía, un vestuario, una iluminación son más realistas que otras. Pero la experiencia del espectador teatral nunca será “realista” del modo en que puede serlo la de quien lee un libro o mira una pantalla. Libro y pantalla pueden ser tomados por espejos. Ante el teatro no cabe esa confusión.

El teatro no es calco, sino mapa. Un espejo que despliega. Su nombre viene de la palabra con que los griegos nombraban el mirar. Es un sitio para mirar. Pero lo más importante que da a ver, el ojo no puede verlo.

El teatro no sucede en el escenario, sino en el espectador, en su imaginación y en su memoria –la cual es también, finalmente, imaginación-. Aristóteles –el primero que hizo de su asombro ante el teatro meditación– marca en la Poética la estrecha franja en que tiene lugar el teatro: por encima de cierto nivel de complejidad, la imaginación desiste porque se siente abrumada; por debajo de otro umbral, desiste porque se aburre. En ambos casos, el espectador no ve.

Extender lo visible es el fin del teatro. El objetivo de toda auténtica experimentación teatral no es la oferta de novedades como las que ansiosamente busca la industria de la moda, sino la extensión de lo visible.

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