Este texto, traducido por Pedro Salinas, está entresacado
de la primera de las siete novelas que componen En busca del tiempo perdido, su gran proyecto narrativo, que lleva por título Por el camino de Swann. En él alude al mundo
infantil del narrador y rememora el espacio familiar en un pueblo del norte de
Francia llamado Combray.
Hacía ya muchos años que no
existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de
acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo
tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té.
Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó
mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que
parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto,
abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan
melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que
había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago,
con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria,
todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme
aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y
del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza.
¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo
trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es
repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que
no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y
encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo
la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad.
¿Pero cómo? Grave incertidumbre esta, cuando el alma se siente superada por sí
misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de
buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No solo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa
que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el
campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál
puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica,
sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se
desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo.
Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té. Y
me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un
esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la
estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo
obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los
ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin
lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le
negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y
luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí
algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una
gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así
palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al
sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy
confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprehensible
torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y
pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su
contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué
circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie
de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de
un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el
fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra
vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a
empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa
cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante,
me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis
preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin
esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo
surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me
ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la
mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa),
cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había
recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas,
sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días
de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos
recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y
todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos, adormecidas o
anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la
conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han
muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos,
más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor
perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de
todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del
recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor
del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no
había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba
tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su
cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres,
y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta
entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la
vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y
las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando
había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un
cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que encuanto
se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse,
convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles,
así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y
las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas
chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y
jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.