Los diccionarios son un
talismán contra el olvido
[Alberto Manguel]
Página del Tesoro (Wikipedia) |
Al
hilo de la entrada anterior y de otras en las que hemos hablado del
empobrecimiento léxico en diversos ámbitos (y no solo en el mundo escolar, sino
también en los medios de comunicación, como han criticado muchas veces los estudiosos), hoy toca una reivindicación del diccionario, esa fuente de
información (y mucho más) a la que no nos acercamos tanto como deberíamos y eso que en la actualidad
su consulta es más rápida que nunca en la historia.
La
reivindicación viene sustentada en dos textos de dos autores argentinos que siempre resultan
fascinantes en sus propuestas creativas. El primer texto es un microrrelato de Ana
María Shua y lo he entresacado de La
sueñera, uno de sus volúmenes de microcuentos recogidos en Cazadores de letras, obra donde reúne
toda su minificción hasta 2009 y que es muy recomendable por la enorme cantidad de historias deslumbrantes que atesora.
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.
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Para
no irnos a pique es vital el diccionario en
un montón de ocasiones. Es una lástima que nuestro texto peligre por una
imprecisión léxica o que la lectura no sea todo lo fructífera por no acertar a
dar con el significado de la palabra desconocida. Es fundamental recordar a nuestros alumnos la necesidad de contar con un diccionario al lado a la hora de hacer todas las tareas escolares.
El
otro texto que traigo a esta entrada que reivindica el diccionario es de
Alberto Manguel, un autor que hace gala siempre de sus innumerables lecturas. Y
entre estas nunca ha faltado la del diccionario, al que dedicó un encendido
elogio en el discurso de entrada en la Academia Argentina de Letras. De este discurso entresaco algunos
jugosos párrafos, aunque es muy recomendable su lectura íntegra. El elogio va dedicacdo a esos diccionarios de papel en los que tantas veces nos sumergimos de pequeños sin otra pretensión que disfrutar con las palabras de nuestro idioma.
[…] Para aquellos a quienes nos gustaba leer, el diccionario era un talismán de poderes misteriosos. En primer lugar, porque nuestros mayores nos habían dicho que en ese volumen gordito se encontraba la inconmensurable riqueza de nuestro idioma; que entre sus cubiertas estaban todas las palabras que nombraban todo lo que conocíamos, así como también todo lo que aún nos quedaba por descubrir; que el diccionario era custodio del pasado (de esas palabras que usaban nuestros abuelos) y del futuro (de esas palabras que nombraban aquello que algún día quizás íbamos a querer decir). En segundo lugar, porque el diccionario, como una Sibila bondadosa, respondía a todas nuestras dudas ortográficas. […]
En la escuela, nos enseñaban a ser curiosos. Cada vez que le preguntábamos a un profesor el significado de alguna palabra, nos contestaba «¡búsquenlo en el diccionario!». No lo considerábamos un castigo, al contrario: con esta orden nos daba la fórmula para entrar en una caverna de Alí Babá en la que se atesoraban incontables palabras, cada una de las cuales podía llevarnos a muchas más por caprichos del azar. Buscábamos, por ejemplo, “tongorí” después de leer El Matadero de Echeverría, donde los matarifes acusan a una vieja de intentar robarse pedazos de carne: “¡Se lleva la riñonada y el tongorí!” gritan los muchachones. Y descubríamos no solo que “tongorí” es un trozo de entraña o carne dura, sino que en partes de África se llama “tongorí” o “tongerret” a la cigarra comestible. Cuando años después me encontré, Dios sabe cómo, en el Sahara argelino y me sirvieron un plato de bichos fritos, pude rechazarlo con aire de sabelotodo, diciendo a mis anfitriones: “Lo siento, soy alérgico al tongorí.” Mi diccionario, precavido, me concedió la palabra para nombrar la nueva experiencia.
Aby Warburg, gran lector de diccionarios, definió para todos nosotros lo que él llamó “la ley del buen vecino”. Según Warburg, el libro que buscamos no es, en muchos casos, el que necesitamos: la información requerida se encuentra en el solapado vecino del mismo estante. Lo mismo puede decirse de las palabras de un diccionario. En la era electrónica, me da la impresión que los diccionarios virtuales ofrecen menos oportunidades de esos felices azares que tanto enorgullecían al gran lexicógrafo Émile Littré. «Muchas veces –confesó Littré en su autobiografía—mientras buscaba una determinada palabra, me sucedía que la definición me interesaba tanto que pasaba a la siguiente, y luego a la siguiente, como si tuviese en las manos una novela cualquiera.»
Es probable que nadie sospechara estas propiedades mágicas aquella tarde calurosa de hace casi tres mil años cuando, en algún lugar de la Mesopotamia, un inspirado y anónimo antepasado grabó en una tablilla de barro una breve lista de palabras en acadio con su significado, creando así lo que podemos considerar uno de los primeros diccionarios del mundo. Para encontrar un diccionario algo similar a los actuales, tenemos que esperar hasta el siglo I, cuando Pánfilo de Alejandría compiló el primer léxico griego colocando las palabras en orden alfabético. ¿Acaso intuía Pánfilo que entre sus descendientes habría enjambres de ilustres lexicógrafos que se ocuparían de ordenar las palabras en idiomas que en aquel entonces aún no se vislumbraban? […]
Los creadores de diccionarios son criaturas asombrosas cuyo deleite, por encima de toda otra cosa, se halla en las palabras mismas. A pesar de que el doctor Johnson definió a un lexicógrafo como «un inofensivo laburador», los autores de diccionarios son notoriamente apasionados y hacen caso omiso de las convenciones sociales cuando se encuentran abocados a su noble tarea. […]
Los lectores de diccionarios profesan pasiones similares. Flaubert, gran lector de diccionarios, señaló irónicamente en su Diccionario de lugares comunes: “Diccionario: decir: “Sólo sirve a los ignorantes”.” Mientras escribía Cien años de soledad, García Márquez empezaba cada día leyendo el Diccionario de la Real Academia Española, “cada una de cuyas nuevas ediciones –dijo famosamente Paul Groussac—fait regretter la précédente.” […]
En el mundo del alfabeto, la secuencia convencional de letras constituye el esqueleto de un diccionario. El orden alfabético posee una exquisita sencillez que evita las jerarquías implícitas en la mayoría de los otros métodos. Las cosas enumeradas bajo la A no son ni más ni menos importantes que las enumeradas bajo la Z, salvo que, en una biblioteca, la disposición geográfica hace que en algunas ocasiones los libros A del estante superior y los libros Z del estante inferior reciban menos atenciones que sus hermanos en las secciones intermedias. Jean Cocteau juzgó que un solo diccionario bastaba para contener una biblioteca universal, puesto que “cada obra maestra no es más que un diccionario en desorden”. Es cierto: en un desconcertante juego de espejos, todas las palabras utilizadas para definir una cierta palabra en un diccionario cualquiera deben, ellas mismas, estar definidas en ese mismo diccionario. Si somos, como lo creo, la lengua que hablamos, los diccionarios son nuestras biografías. Todo lo que conocemos, todo lo que soñamos, todo lo que tememos o deseamos, cada logro, cada pasión, cada mezquindad, están en un diccionario.[…]
Si los libros son registros de nuestras experiencias y las bibliotecas depósitos de nuestra memoria, los diccionarios son un talismán contra el olvido. No son un homenaje conmemorativo al lenguaje que hablamos, que hedería a tumba, ni un tesoro, que implicaría algo oculto e inaccesible. Un diccionario, con su intención de registrar y definir es, en sí mismo, una paradoja: por un lado, acumula aquello que la sociedad crea para su propio consumo con la esperanza de alcanzar una comprensión compartida del mundo; por el otro, hace circular lo que contiene, para que las palabras viejas no mueran en la página y las nuevas no queden marginadas en los suburbios del idioma. La coletilla latina, «verba volant, scripta manent» tiene dos significados. Uno es que las palabras que pronunciamos en voz alta tienen el poder de alzar vuelo, mientras que las que están escritas permanecen incólumes en la página; el otro es que las palabras pronunciadas se desvanecen en el aire, mientras que las escritas adquieren nueva vida cuando un lector las invoca. En un sentido práctico, los diccionarios recopilan nuestras palabras tanto para preservarlas como para devolvérnoslas, para permitirnos ver qué nombres hemos dado a nuestra experiencia en el correr del tiempo y también para descartar algunos de esos nombres e incluir otros nuevos, en un continuo ritual de bautismo. En este sentido, los diccionarios sirven de consuelo: confirman y fortalecen el alma de un idioma.
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