CURSO

martes, 27 de enero de 2015

MEMORIA DEL INFIERNO DE MAUTHAUSEN

Mantened la memoria viva
[Lema del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto]

Hoy 27 de enero se conmemora el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. En el blog queremos recordar hoy, como hicimos el año pasado o en otras entradas, los testimonios de dos de aquellas víctimas. Uno es el estremecedor relato que el aragonés Mariano Constante contó en su obra Los años rojos para rememorar su llegada al campo de exterminio de Mauthausen. Otro es el que corresponde a las fotografías, que acompañan esta entrada, que realizó el catalán Francesc Boix en ese mismo campo y que sirvieron de prueba en los procesos contra los criminales de guerra nazis desarrollados en Núremberg y Dachau.
Primeras impresiones del «campo de la muerte»
Al bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de neblina matinal fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la bayoneta calada.
Al ver aquella estación, parduzca, desierta, me invadió en seguida un sentimiento de miedo y tristeza. Los SS nos estaban esperando. Aquellos SS de los cuales habíamos oído hablar tanto, con la insignia tan conocida: la calavera en el casco y también en el cuello de la guerrera. Todos eran jóvenes de 18 a 24 años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de la manga, sobre la cual había escrito, en letras blancas, Toten-kopf (cabeza de muerto, o calavera).

De repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenó. Gritos, empujones, palos, culatazos, para formarnos de tres en tres. Y desgraciados los que no obedecían en seguida! Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo de Mauthausen. Ni un sólo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo la lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios compatriotas cayeron al suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Pudimos recogerlos y arrastrar a varios hasta el campo, al que llegamos después de media hora de marcha, siempre cuesta arriba.
Mi primera impresión fue la de encontrarme ante una inmensa obra de construcción, ya que había muchos hombres empleados en trabajos de excavación. Pasamos el primer control y entramos en el recinto o perímetro exterior, donde me apercibí de las torretas de vigilancia, en las cuales montaba guardia un centinela con ametralladora. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, en cobre verde, dominaba la entrada de la plaza donde estaban los garajes de los SS. No tuve la menor duda: estábamos en uno de aquellos campos de los cuales tanto habíamos oído hablar. Aún tuvimos que subir por unas escaleras de granito y nos encontramos ante las dos torres que debían sostener, más tarde, la puerta de entrada. Digo más tarde, porque en aquella época la fortaleza no estaba terminada. Había veinte barracas, y las alambradas estaban colocadas apenas a dos metros de las puertas de las barracas 1, 6, 11 y 16. Las alambradas estaban sostenidas con postes de madera y enganchadas en aisladores de porcelana. En el primer poste, una placa metálica con esta inscripción : Vorsicht! Lebensgefär (atención, peligro de muerte). Yo no conocía todavía el alemán, pero un relámpago rojo, dibujado junto a la inscripción, me hizo comprender que se trataba de alambradas con corriente eléctrica de alta tensión.

¡Una verdadera visión de pesadilla!
Miré en torno nuestro y vi a los SS con los látigos de nervios de buey, rodeados de varios colosos (kapos), vestidos con trajes de presidiarios, que vociferaban y amenazaban a otros presos que trabajaban. Las alambradas de alta tensión, el humo negro y el olor a carne quemada que venía de una gran chimenea situada al fondo de la plazoleta donde nos encontrábamos, el aspecto siniestro de las barracas, todo ello parecía un cuadro dantesco. Sentí una opresión inmensa, atenazadora, que me hacía un nudo en la garganta, de donde no podía salir una sola palabra. Aquella imagen era la que yo me hacía del infierno.

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