Como muestra del realismo social estudiado en clase, os dejo este estupendo cuento de Jesús Fernández Santos, «Cabeza rapada», aparecido en 1958. Es un claro ejemplo de esta tendencia literaria en cuanto a la temática (miseria, soledad, dolor, muerte), el tipo de personajes (dos muchachos desvalidos: uno enfermo y otro que se compadece de él), la ambientación en un mundo mezquino y triste, el narrador elegido (en esta ocasión, un narrador testigo), el estilo sobrio y expresivo y la intención crítica.
CABEZA RAPADA
Era
un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta
caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero,
aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones
de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando
a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos
eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo:
los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de
castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen,
pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban
sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su
tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que
el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un
agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él
nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
-¿Te
duele? -le pregunté.
Y
contestó:
-Un
poco -hablando como con gran trabajo.
-Podemos
estar un poco más, si quieres.
Dijo
que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros,
cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos
subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la
gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El
chico volvió a quejarse.
-¿Te
duele ahora?
-Aquí,
un poco…
Se
llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada
como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía
miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
-No
te apures; ya pasará como ayer.
-¿Y
si no pasa?
-¿Te
duele mucho?
El
guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el
cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz
anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera
que ardía.
-Ese
chico no está bueno…
-¡Qué
va! No es más que frío…
El
chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
-No
está bueno…
Ahora
no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
-Va
a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me
levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
-Vamos
-dije-; vámonos.
Le
fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.
Mientras
andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la
mano, al tiempo que le decía:
-¡Que
no es nada, hombre!
Pero
él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro:
-¡Le
debía ver un médico!
-¡Ya
lo vio ayer!
Esto
pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos
pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un
ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos
abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las
paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de
enfrente. La enfermera abrí una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en
aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.
Una
mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a
nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las
baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un
hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El
médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel
con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
-¿Es
hermano tuyo?
-No.
Al
día siguiente no fuimos adonde el papel decía.
Se
inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado.
Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo
pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene
dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría
ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de
eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo,
se moriría.”
Reunimos
tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
-Con
el calor se te quita.
Era
un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al
fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado
porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres
paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del
exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.
Sólo
estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba
igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros
jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la
luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como
un mal recuerdo, negro y triste.
En
el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar.
Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando el él
su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la
mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados
en la tierra.
-No
llores -le dije.
-Me
voy a morir.
-No
te vas a morir, no te mueres…