domingo, 19 de julio de 2020

EN RECUERDO DE JUAN MARSÉ


Esta entrada es el pequeño homenaje del blog al narrador más extraordinario de los últimos sesenta años en nuestra literatura, Juan Marsé, fallecido hoy en Barcelona a los 87 años.
Juan Marsé es un escritor que ha cautivado a varias generaciones de lectores, que encontraron en sus obras un mundo propio, unos personajes inolvidables, unas fantásticas aventis y una portentosa lengua que es fruto de un minucioso y exigente trabajo. Sus novelas hablan del pasado, de la memoria y de sus trampas, de la realidad y de la apariencia, de la vida y de la imaginación, cuestiones que pronto conectan con los intereses y preocupaciones de los propios lectores.
En otras páginas del blog hemos tratado de dos de sus grandes novelas: Últimas tardes con Teresa o Si te dicen que caí, títulos emblemáticos de la historia reciente de nuestra literatura. En esta ocasión quiero compartir con los lectores del blog las primeras páginas del primer capítulo de la magnífica Un día volveré, otra de su grandes creaciones, como una invitación a la lectura de sus cuentos y novelas. Es una muestra, entre tantísimas otras, del arte de Juan Marsé para crear personajes y ambientes, con un estilo inconfudible.
 
Néstor tenía dieciséis años y aún llevaba la armónica sujeta al cinturón como si fuese una pistola.
La noche que supo que su tío iba a salir de la cárcel birló una botella de anís en el bar Trola y agarramos la primera trompa de nuestra vida tirados en la acera, en medio de un olor dulzón a basuras y a ramas de laurel tronchadas. Ya era muy tarde y el barrio dormía envuelto en una perezosa neblina a ras de suelo. La luz de la farola centelleaba como un alacrán de plata en el contrachapado de la armónica mientras Néstor tocaba, la botella pasaba de mano en mano y gemía a lo lejos la sirena de un buque. Pegada al cristal de la farola, una salamanquesa proyectaba su sombra en el muro, por encima de nuestras cabezas. Luego nos levantamos a mear juntos en la esquina de las basuras, codo con codo, las tres mingas apuntando al mismo sitio. Entonces, a nuestro lado, la negra silueta de un hombre con sombrero y gabardina se encaramó lentamente por el muro.
—Chavales, ¿quién os ha dado permiso para venir a ensuciar esta pared?
—Picha española no mea sola.
—Eso no es una respuesta.
—¿Quiere un trago, forastero?
—Tú, el de la armónica. ¿No ves el retrato pintado ahí?
—Yo no, ¿y usted?
—No me hables en ese tono.
—Pues déjenos en paz. Circule.
—Quiero hacerte unas preguntas. Date la vuelta.
Néstor no se movió.
—Qué pasa. ¿Es usted un poli?
—Podría ser. ¿Dónde vives, mocoso?
—En esta misma calle.
—Entonces sabes muy bien lo que tienes delante.
—Aquí sólo hay un montón de porquería, señor.
—Hay una cara y te estás meando en ella.
—¿Sí? Está muy oscuro, yo no la veo...
—¿Quieres que te la haga ver a bofetadas? Termina de una vez y vuélvete.
—¿Para qué?
—Te voy a enseñar modales, muchacho.
Néstor se volvió, despacio, abrochándose la bragueta. No las tenía todas consigo, pero por lo menos había aguantado hasta terminar lo que empezó. A nosotros, la meada se nos había cortado hacía rato.
El desconocido apareció de pronto bajo la luz macilenta del farol como surgido del mismo asfalto o de una grieta en la noche. Llevaba una trinchera color caqui con muchos botones y complicadas hebillas, las solapas alzadas y la mano derecha en el bolsillo. Bajo la sombra del ala del sombrero sus ojos emitían un destello acerado. Teníamos la sensación de lo ya visto, de haber vivido esta aparición en un sueño o tal vez en la pantalla del Roxy o del Rovira en la sesión de tarde de un sábado... El hombre miraba el garabato negro estampillado en la esquina, el borroso busto regado de orines que parecía asentado en el maloliente montón de desperdicios y pensé apresuradamente en una excusa: no lo hacemos expresamente, señor; sólo con que lo hubiesen pintado un poco más arriba en la pared, aunque de hecho él es bajito y rechoncho, y no es por ofender, ni las basuras ni las meadas le llegarían nunca a la nariz...
Pero el tipo ya se estaba metiendo otra vez con el hijo de Balbina:
—¿Sabes que podría denunciarte? ¿Cómo te llamas?
—Néstor.
—¿Néstor qué más?
—Julivert.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete, casi...
—¿Te parece bonito andar golfeando a estas horas?
—Yo me he criado golfeando a estas horas, señor.
—No te hagas el gracioso conmigo o te parto la boca.
—Si cree que me va a asustar porque sea de la bofia...
—No he dicho que lo sea. ¿Trabajas?
—En aquel bar —indicó con la cabeza calle abajo, en la acera contraria—: El toldo naranja.
—¿Cómo se llama tu padre?
Néstor reflexionó antes de contestar.
—No tengo padre.
—¿Y tu madre?
—Balbina.
—¿Está ahora en casa?
—No. Trabaja de noche.
—¿Dónde?
—¡A usted qué le importa!
—No me levantes la voz.
Encendió un cigarrillo inclinando la cabeza. Vimos sus puños al trasluz de la llama de la cerilla, fuertes y delicados a la vez, como de alabastro. Miró a Néstor y dijo:
—¿Cómo se llama tu tío, el que está en la cárcel por atracador? Néstor tragó saliva.
—Se llama Jan Julivert Mon.
—¿Cuántos años lleva preso?
—Trece años menos cuatro meses...
—¿Sabes que está a punto de cumplir?
—Sí.
El desconocido tardó unos segundos en hacer la siguiente pregunta:
—¿Te acuerdas de él? —mirándole fijamente a los ojos—. ¿Crees que podrías reconocerle, si le vieras ahora?
Por poco se me para el corazón, nos confesaría Néstor más tarde. El hombre retrocedió un paso y, como el telón de un teatro, la sombra del ala del sombrero remontó lentamente su cara hasta la mitad de la nariz. Vimos el mentón duro y la boca musculosa, los pliegues muy marcados bajo las comisuras, los pómulos altos y terrosos.
Néstor no contestó. Luchaba, nos diría luego, con una repentina náusea y un pataleo en la boca del estómago, como si el mono del anís que habíamos mamado estuviera allí dentro haciendo cabriolas.
—¿Quién es usted? —dijo por fin—. ¿Qué quiere?
Por segunda vez, el hombre pareció dudar. Se llevó el cigarrillo a la boca con el pulgar y el índice, con la parsimonia de los viejos, le dio una chupada y la brasa iluminó fugazmente su cara.
—Darte un buen consejo. Cuando quieras mear en la calle, arrímate a un árbol. Te evitarás problemas.
—Ya. Como los perros.
—A no ser que prefieras dormir en la comisaría.
—Me da igual.
—Déjate de bromas con este señor, ¿entendido? —señaló el retrato de la pared.
Néstor sonrió displicente:
—Hace años que venimos a mear aquí y el señor nunca se ha quejado.
—No te pases de listo. Lo digo por tu bien. Y ahora marchaos.
—¿Por qué? ¿Quién se ha creído usted que es?
—Largo, a mear a otra parte.
—Mi tío no me habría reñido por eso...
—¿Estás seguro? —El desconocido se le quedó mirando y añadió algo muy extraño—: Vete a dormir y abre bien los ojos, muchacho.
Cruzamos la calle pateando una alpargata vieja y bajamos por la otra acera hacia la plaza Rovira. Néstor iba haciéndose el remolón. La botella de anís estaba casi vacía y la tiramos a la cloaca. Al fondo de la cloaca se oían débiles maullidos de gatitos recién nacidos, y Pablo y yo nos agachamos a mirar.
Cuando volvimos la cabeza, el hombre ya no estaba bajo el farol. Desde el ángulo más sombrío de la esquina, siempre con la basura hasta el cuello y meado hasta el gorro, el Caudillo nos miraba.

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