viernes, 17 de mayo de 2019

MICRORRELATOS DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA


Se miraron de ventanilla a ventanilla en dos trenes que iban en dirección contraria; pero la fuerza del amor es tanta que de pronto los dos trenes comenzaron a correr en el mismo sentido.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías
Comparto con los lectores del blog unos microrrelatos de Ramón Gómez de la Serna, el autor que nunca deja de sorprendernos por su creatividad. Los he leído en la página del Centro Virtual Cervantes y me han parecido un complemento estupendo a todas las greguerías leídas en clase o a todas las greguerías publicadas en el blog. Están entresacados de sus obras Caprichos y Los muertos y las muertas y otras fantasmagorías y seguro que no os dejan indiferentes.

Traspaso de los sueños
De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchó su incumbencia:
—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver...
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya...
—¿Y qué cree usted que podemos hacer?
—Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños volvieron a su legítimo dueño.


La mano

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente, murió estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso, que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La Policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había «mirado», las había «visto», y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la Policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron, y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano, entonces, escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital, y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia.»


Choque de trenes

El choque de trenes había sido terrible, violentísimo, sangriento. Nadie se explicaba cómo había podido suceder. Todas las señales habían sido hechas y las agujas habían funcionado bien.
Nadie se lo explicaba, pero era bien sencillo. Las dos máquinas, llenas de una ferviente sensualidad, se habían querido montar. Estaban cansadas de verse de lejos y de no verse en el vértigo de los cruces, cuando más cerca estaban; estaban cansadas de llamarse con pitidos, de desearse con nostalgia; y como el celo de las máquinas es mayor que el terrible celo de los elefantes y los camellos, se habían querido montar, pero precisamente su celo, por lo terrible y lo impetuoso que es, es catastrófico y final.

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