jueves, 24 de abril de 2014

IDEARIO DE DELIBES

Miguel Delibes (segundo por la izquierda)
en el día que leyó su discurso de ingreso en la RAE
Miguel Delibes fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1973 y tomó posesión de la silla e en 1975 con la lectura de su discurso titulado "El sentido del progreso desde mi obra". En este discurso apreciamos la actitud del intelectual comprometido y sensible que siempre mantuvo en su obra literaria y vemos cómo desde muy temprano sintonizó con las ideas que alertaban acerca de los riesgos que entrañaba un desarrollismo económico y tecnológico sin  control ninguno.

En la primera parte de ese discurso, titulada "Mi credo", expone claramente la visión crítica de la realidad que sostiene en sus novelas, desde "El camino" (1950) hasta "Parábola de un náufrago" (1969) y que será la base de su posterior producción. Delibes defiende una vuelta a la Naturaleza y rechaza la vida cada vez más mecanizada y artificial. Desdeña a quienes tildan su actitud de reaccionaria y reivindica por encima de todo los valores humanistas y la necesidad de encontrar el punto de armonía con la Naturaleza.

MI CREDO
Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional.

Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido.

De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base.

Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de una manera racional y ordenada.

Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Esto es, quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, cuyos principios, auténticamente revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.

He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.

El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en política, la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa del entorno.

La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para refinar sus propios compartimientos?

He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios para evitarlo?

El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso.

Así, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas.

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